Escobar: Paraiso perdido

Crítica de Martín Chiavarino - A Sala Llena

Teleologías latinoamericanas.

Latinoamérica es una región extraña para la racionalidad y la ética protestante que definió Max Weber. Estados Unidos pretende controlar esta región económica y culturalmente mientras que Europa se lanza fascinada a su encuentro de una forma extática. La ideología de la opulencia europea no puede comprender este terreno repleto de imaginación y realismo mágico. Necesitan intérpretes, como Jorge Luis Borges, Cortázar o Gabriel García Márquez. De esta manera, la dialéctica entre la táctica y la estrategia que tiene lugar en el primer mundo llega a América Latina transfigurada en una reyerta picaresca constante y en escaramuzas fantásticas que escapan a toda comprensión racional de la guerra.

La ópera prima del galardonado actor Andrea Di Stefano como director equivoca el camino desde el titulo. En lugar de contar la increíble historia de Pablo Escobar, el director y guionista no cesa de preguntarse por la dualidad entre la violencia y el cariño familiar buscando una tensión que nunca logra crear. La imposibilidad de comprender a Escobar lleva a Di Stefano a implantar en la trama a un personaje anodino y estereotipado alrededor del mítico colombiano.

Excluyendo extrañamente toda relación entre las guerrillas y los grupos paramilitares de Colombia, la historia se centra en un grupo de hippies canadienses que se mudan a una hermosa playa virgen cerca de Medellín para establecerse, vender comida, bebidas, practicar surf y vivir en un supuesto oasis natural. Uno de los jóvenes, Nick (Josh Hutcherson), se enamora de María (Claudia Traisac), la sobrina de Pablo Escobar (Benicio Del Toro), y a través de la extrovertida joven que se dedica a la ayuda social, el joven canadiense entra en la familia Escobar y emprende su calvario.

La historia de amor se formaliza mientras la carrera política de Escobar crece debido a la popularidad de sus obras públicas y la asistencia social, pero tras una investigación y posterior denuncia del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla del gobierno del presidente Belisario Betancourt sobre su vinculación con el narcotráfico, Escobar y su red de sicarios comienzan una guerra contra el Estado que fue denominada en su momento narcoterrorismo por la prensa colombiana y norteamericana. A partir de los acontecimientos reales de esta guerra y la entrega voluntaria de “El Patrón” a las autoridades en 1991, el guión sigue a Nick en su comprensión gradual de las implicancias delictivas de su asociación filial, las cuales a su vez lo conducen a participar de forma absurda del plan de ocultamiento de la fortuna de Escobar alrededor del país.

Ni la gran actuación de Del Toro ni la agilidad de la trama logran ocultar la falta de rumbo de la película y aún peor, de la respuesta ideológica cargada de un romanticismo a la inversa que coloca a Escobar como un monstruo y un asesino en lugar de indagar en la complejidad de su carácter ambicioso que supo construir un imperio a través de su falta de escrúpulos y su habilidad para los negocios y las alianzas. Escobar: Paraíso Perdido es de esta manera la visión de Europa sobre la política y los negocios en Latinoamérica, o sea, un conjunto de malentendidos y pruritos de clase media ante la violencia en medio de acontecimientos realmente interesantes como contexto.