Entre viñedos

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El duelo y la vendimia

Cada cinematografía nacional posee una serie de estereotipos que la caracterizan y la ayudan a penetrar en mercados foráneos vendiendo una imagen petrificada -o su opuesto exacto, destruyéndola- de lo que vendría a ser ese país y las personas que lo habitan. Los franceses en especial arrastran toda una colección de clichés que han sabido explotar en una infinidad de películas, algunas interesantes, otras fallidas y otras tantas cayendo en una región intermedia como la del film que nos ocupa, Entre Viñedos (Ce qui Nous Lie, 2017), una obra que apuesta a seguro y pretende abarcar demasiado, mucho más de lo que hubiese resultado conveniente para la capacidad y/ o el talento del equipo a cargo: la propuesta al mismo tiempo quiere -pero sinceramente jamás da la talla- entrar tanto al circuito de los festivales internacionales y satisfacer además los distintos mercados y públicos del exterior.

En segunda instancia, y en consonancia con el punto anterior, se podría decir que este opus de Cédric Klapisch, un especialista en vertientes varias del melodrama y la comedia, se sumerge en dos mega estereotipos del cine galo: nada menos que los paisajes pintorescos del interior de Francia (esa apariencia de jardín a cielo abierto, cortesía de siglos de destruir cualquier indicio de naturaleza salvaje) y las relaciones familiares tortuosas que se alargan y se alargan en el tiempo (hay que subrayar lo de “tortuoso” porque es todo un fetiche de los dramas galos que los protagonistas sufran y hagan sufrir a sus allegados lo más posible, o por lo menos que se peleen bastante aunque sin la algarabía de los italianos y españoles ni tampoco la amargura de los británicos y alemanes). Siempre el apostar a un cliché no tiene nada de malo de por sí mientras la ejecución sea portentosa, sin embargo este no es el caso.

Quizás el problema central del guión de Klapisch y el argentino Santiago Amigorena sea, como decíamos antes, una ambición que no sabe manejar y se le va de las manos: por un lado tenemos una reunión de tres hermanos luego de la muerte de su padre (el dueño de una plantación vitivinícola), después viene el dilema que afrontan para pagar los elevadísimos derechos de sucesión (500.000 euros por todas las propiedades del progenitor), en tercer lugar está el encono que uno de los hijos guarda hacia el padre por haber sido un tanto duro con él (lo que derivó en una fuga del hogar en Borgoña y muchos años de distanciamiento) y finalmente tenemos los infaltables conflictos familiares del presente basados en reclamos entrecruzados (uno de los hermanos se queja de su suegro dominante, la única mujer no se siente capaz de administrar la plantación y el restante sufre porque tiene a su familia en Australia y a la insoportable de su esposa constantemente en el celular quejándose de todo).

La primera mitad de la historia es llevadera y construye un retrato atrapante de la dinámica del clan, sus cuentas pendientes afectivas -y monetarias también- y en especial los secretos y las diversas etapas de la producción del vino, un esquema asimismo condimentado por una muy bella fotografía de Alexis Kavyrchine, no obstante conforme pasa el tiempo la repetición de las mismas disputas vinculares y la no resolución de ninguna de las líneas narrativas termina minando la paciencia del espectador y a decir verdad los 113 minutos de metraje resultan bastante excesivos. Aun así, la película no llega a ser mala porque ofrece una bienvenida autenticidad y un interesante detallismo en lo que atañe a la actividad de los protagonistas, en esencia unos nenes privilegiados cuyas vidas se debaten entre el duelo y la vendimia sin que el director sepa mucho qué hacer con ellos a medida que la trama avanza, lo que por cierto provoca algunos giros un tanto forzados llegando el desenlace…