En presencia del Diablo

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

El filme del surcoreano Na Hong-Jin está ambientado en un pequeño pueblo, navega por distintos géneros y siembra el terror con estallidos de genialidad.

Lo más sorprendente de En presencia del diablo, la segunda película surcoreana que se estrena este año después de Invasión zombi, es su capacidad para hacer equilibrio entre las cuerdas de varios géneros sin caerse jamás. Pasa de la comedia al terror y del drama familiar al policial con la habilidad de un trapecista. Como si para su director, Na Hong-Jin, ya no fuera posible hacer una película sin tener en cuenta la historia reciente de los géneros que aborda.

En presencia del diablo cuenta cómo en un pequeño pueblo empiezan a ocurrir cosas raras: desde hallazgos macabros con señales de culto satánico hasta posesiones demoníacas. Las apariciones de los cadáveres son tan escalofriantes que los habitantes del lugar pasan de la preocupación al miedo, hasta que un grupo de policías medio torpes comienza la búsqueda del responsable. Todos los dedos apuntan al más extraño, que en realidad no es del pueblo. Todos lo llaman “japonés”, un ermitaño mayor que no articula ni una palabra.

Hay que reconocer que el director utiliza los elementos de los distintos géneros de manera extraordinaria: hay niñas poseídas como en El Exorcista que se comportan como zombis que atacan a la yugular como vampiros. A esto hay que sumarle que los exorcismos se practican con rituales paganos liderados por chamanes, y todo en el marco de un thriller lluvioso que tiene como eje a un padre que busca desesperadamente frenar el mal que aqueja a su hija y atrapar al culpable, que no se sabe si es una persona o un fantasma.

La película pone trampas en la trama: conduce al espectador por un lado para después llevarlo por otro, y luego regresarlo al punto de partida. De esto modo, el filme se ve más preocupado por los giros y las sorpresas que por la forma.
¿Por qué el sospechoso es un japonés? El director, consciente o inconscientemente, desliza una sutil discriminación hacia sus vecinos nipones, como la que ejercen los habitantes del pueblo con el principal sospechoso. He aquí el centro moral de la película: los japoneses encarnan el Mal, son el Diablo, los fantasmas que hay que combatir y echar del pueblo.

Sin embargo, la película tiene estallidos de genialidad que conjuran estas fugas innecesarias. Y si bien el final se deja adivinar, es tan efectivo como perturbador y quedará en la iconografía del mejor cine de terror.