Elvis

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

Baz Luhrmann, director de y productor oriundo de Oceanía, es uno de los exiguos exponentes contemporáneos del llamado cine de autor. Su estilo de escritura, diseño y composición musical en sus trabajos, lo ha llevado a trascender con grandilocuencia y sumo éxito hacia Hollywood. “Romeo+Julieta” (1996) y “Mouling Rouge” (2001) lo convirtieron en un especialista en el género musical, rubro al que regresa, con su habitual ambición artística, pero desde una perspectiva diametralmente opuesta. Luhrmann se anima a bordar la biopic de una de las más grandes leyendas de la historia del rock and roll: Elvis Presley.

En casi dos horas y cuarenta minutos de metraje, el film (selección oficial fuera de concurso del Festival de Cannes 2022) explora la extraña relación que el artista labrara con su mánager Tom ‘Coronel’ Parker (Tom Hanks), cuya ligazón profesional se extendiera por más de veinte años, entre el descubrimiento de Presley y la cima del estrellato alcanzado por este. Visionar la trascendencia de Elvis como un precursor del género nos lleva a situarnos en una época (magnífica reconstrucción mediante) que no parece tan lejana como perteneciente a una era más romántica y menos impersonal. Las formas de consumo han progresado y la propia mutación del paradigma converge en una serie de factores sociales y culturales que, medio siglo después, convirtieron al fenómeno rock en un acontecimiento masivo sin igual.

Por aquellos años, ver a Elvis subirse a un escenario constituía una auténtica revelación. Un furor impensado, un fervor incondicional despertado en incrédulas fans, solo comparable al posterior boom Beatle. Cabe mencionar que, tanto el mito como la película dividirá opiniones; en esos extremos también se traza toda leyenda. Examinar su vida y trayectoria es reconocer la valía de un exponente de la música autóctona norteamericana, también los tormentos de un hombre encerrado en sí mismo y en su talento musical, preso de sus propias limitaciones. Allí afuera, la elvismanía se había desatado. Luhrmann intenta captar la energía sexual desbordante en el cantautor, y lo hace sin miramientos. El compás musical se acelera, la platea delira, un primer plano de su pelvis resulta por demás evidente y la trama respira (transpira) los excesos de un tiempo en dónde el rock and roll estaba a punto de superar sus límites musicales para entronarse como una poderosa herramienta social.

La imaginería visual de Luhrmann deslumbra como de costumbre. Con gran originalidad y dinamismo, otorga al film una identidad estética que fusiona diversas técnicas, intercalando, a modo de collage, registros de la época o, incluso, recreando la misma con artesanal detalle. Aspecto que podemos evidenciar en tramos que albergan a la efervescente actividad cultural nocturna en Beale Street (Memphis) y de allí al encandilar de las luces que iluminan la majestuosa Las Vegas, la ciudad de las apuestas. Alterando líneas temporales, el film contrapone la revelación que para Elvis representara la música afroamericana, como impostergable camino de descubrimiento y luego inspiración constante, en la guía de sus búsquedas musicales, mixturando el country, el gospel, el R&B y el rock and roll. La ambición del director (en su profundo carácter vanguardista, si revemos parte de su filmografía) no suele conocer de límites. Al respeto, cuestionable resultan ciertas decisiones respecto a la banda sonora que acompaña diversos tramos del film. La inclinación del australiano en incluir géneros e intérpretes musicales (entre ellos, el rapero Eminem) anacrónicos a la época en la que está emplazada la película puede llegar a descolocar a más de uno. No obstante, en la variación se encuentra el gusto, incluyendo tracks interpretados por CeeLo Green («El rey y yo»), Tame Impala («Edge of Reality (Remix)», mash-up con Elvis Presley), Stevie Nicks & Chris Isaak («Cotton Candy Man» ) y otro improbable dueto: Jack White con el mismísimo Presley (“Power of My Love”).

Apreciamos en Austin Butler una auténtica transformación en tiempo real. A lo largo del periplo de veinte años que abarca la porción de vida de Elvis que nos es relatada, el colosal talento del novel intérprete nos permite reconocer el fulgurante ascenso y la estrepitosa caída de un pionero musical, víctima de sus frágiles estructuras emocionales. Percibimos a un artista devorado por sus fantasmas, profundamente afectado por la pérdida de su madre, hacia los inicios de su carrera musical y con quien entablaba un estrecho y peculiar vínculo. Butler se deja la piel en cada escena y en su rostro se vislumbra el magnetismo y carisma de un frontman sin igual sobre el escenario, no obstante, debajo de las tablas en Elvis todo era inseguridad y paranoia. Butler salta a la fama encarnando a un incomparable ícono cultural siglo XX; y su actuación es, sencillamente, consagratoria. Podemos intuir, trazando un paralelismo, que similar impacto establecerá paralelismos con las buenas impresiones causadas por actores de la talla de Rami Malek, Taaron Egerton o Jamie Fox, encargados de colocarse en los zapatos de mitos musicales como Freddie Mercury, Elton John o Ray Charles, respectivamente.

Cabe aclarar, que “Elvis” no sería la gran película que es sin el vital aporte de Tom Hanks. La actuación del monumental Hanks es, sencillamente, deslumbrante. Debemos esperar para saberlo, pero puede que se envuelva en papel celofán el tercer Premio Oscar en su haber, merced a una camaleónica performance que posee cabal incidencia en la resultante final. Por la singular razón de que Luhrmann decide contar la historia a través de la óptica de Hanks, en el rol del polémico manager. Aspecto no menor. Un ser de luces y sombras, capaz de aconsejar paternalmente a Elvis, tanto como de planear fríamente cada movimiento de la carrera artística de su pupilo, en pos del propio beneficio económico. Hanks, irreconocible mediante una labor de maquillaje asombrosa, oficia de narrador omnisciente, llevando los hilos cronológicos de una vida y obra de consonancias míticas. El actor entrega pasajes de suma sutileza a la hora de delinear la patética silueta de un hombre de negocios de dudoso proceder y dueño de una imagen infundida en misterio e incógnita.

En “Elvis” cotejamos el carácter trailblazer de un artista que revolucionó los cánones estéticos y conceptuales de la música de su tiempo. Profundamente influenciado por los sonidos afroamericanos alrededor de los cuales creció y se nutrió musicalmente, pero también atravesado por el fenómeno rock naciente (de la mano de íconos como The Rolling Stones, The Who o The Byrds), en medio de un panorama social de una Estados Unidos que ardía, literalmente, sumida en plena de Guerra de Vietnam y diezmada por el asesinato de líderes civiles y político de la talla de Martin Luther King o Bobby Kenendy. Luchas colectivas en las que un descontento Elvis se involucraba. Un acuerdo millonario con una discográfica de distribución a nivel nacional colocó su obra musical a oídos de una nación entera, dispuesta a entronarlo como auténtico rey del rock and roll. Como anteriormente expuesto, Elvis fue un auténtico parteaguas que introdujo movimientos escénicos y estilos de vestuario inauditos. Representa esa clase de rebeldía capaz de desafiar contratos televisivos, se inclina por la canción de protesta. Pero acaba siendo incomprendido. Explotado físicamente y mentalmente para giras a lo largo y ancho de todo el país. Comienza a depender de sustancias químicas, abusa del alcohol. Su figura prontamente se desdibuja.

No ha sido únicamente su desempeño musical el que valide la permanencia de Elvis como una de las estrellas del espectáculo más rutilantes de su tiempo. La carrera de Presley traza fuertes lazos comerciales con el cine: el cantante poseía suficiente calidad actoral como para encaminar una decente carrera delante de las pantallas, no obstante, la elección de roles mediocres en películas meramente pasatistas encasilló su trayectoria demasiado pronto. Gracias a títulos como “Love Me Tender” (1956), “Loving You” (1957), “El Rock de la Cárcel” (1957) y “El Barrio Contra Mí” (1958) logró apoderarse de la cámara, a puro carisma. Más pronto que tarde, acabaría lanzando por la borda aquel anhelo de triunfo. Del joven que soñaba con emular a James Dean nada quedaba en pie. Podía contemplarse la caída libre de aquella estrella que cautivara a Barbra Streisand y que estuviera a punto de hacerse con el recordado papel que finalmente interpretase Kris Kristofferson en “A Star si Born” (1974). Preso de su cuestionable séquito, Elvis enfrentaba un callejón sin salida.

Hacia el final de su carrera, de su corazón brota dolor y allí encuentra la alquimia fértil para producir una obra musical que no cesa en superarse. Sin embargo, los demonios internos lo estaban consumiendo. La estrella, hastiada de sí misma, maniatada por las estrictas reglas de mercadeo, se prestaba a la extenuación. Acabaría siendo un esclavo de sus propios sueños, un peón en un tablero dominado por avaros comerciantes con nulos intereses artísticos. Presley, con su interminable residencia en el Hotel Internacional de Las Vegas, se había convertido en una burla de sí mismo. Escuchó vacuos consejos del ascendente movimiento hippie. Se casó con Priscilla y fue padre de Lisa-Marie, para luego perderlas a ambas. Engordó hasta volverse irreconocible. Aburrido de sí, nada más podía entregar a la devota platea por la cuál el dio su vida. Literalmente.

Hubo un tiempo en que el mundo ardía por Elvis. Mediante el retrato de su persona que la historia de la música ha tejido para la posteridad y el presente biopic refrenda, se permite admirar el espíritu de una época en la que también se vislumbran personajes provenientes de la comunidad afroamericana, emblemas de su generación, evidente en las mínimas intervenciones para la presente ficción de B.B. King (Kelvin Harrison Jr.) o Little Richard (Alton Mason). Asimismo, la moda instaurada por Elvis se expandiría en otros facsímiles contemporáneos ligados al folk, como Johnny Cash, objeto también de una biopic, en el año 2005, a cargo de James Mangold. La analogía vale por cuenta propia, la gran pantalla adora deslumbrarnos con historias de vertiginoso ascenso y abrupta caída. “Elvis”, de Luhrmann, se presta al homenaje sin caer en lo burdo. Y no hay secretos que en su Memphis natal no sepan: en su cuarto forrado de leopardo dorado, nos dice Andrés Calamaro para el disco «Alta Suciedad» (1997), el Rey del Rock se sienta a paladear su propia grandilocuencia.