Ella

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

La subjetividad formateada

El empobrecimiento progresivo del imaginario cinematográfico más convencional toca de cerca a varios que dicen ver en Ella “la crisis existencial de un hombre solo en este mundo contemporáneo”, por citar una de las tantas frases aforísticas que el mismo film nos propone. Como dijo acertadamente una amiga, no se puede “dejar de señalar la vocación aforística del guión”. En un momento uno no sabe si está mirando una película que habla del mundo presente o si se encuentra absorto, “leyendo una página de FB. Falta que junto a los subtítulos aparezcan las opciones me gusta-comentar-compartir”. Y esto es, acaso, lo que más irrite: ¿se trata de un síntoma o de una celebración fetichista de los avances tecnológicos? ¿Qué mirada propone el director al respecto con su protagonista (Joaquin Phoenix) dando vueltas en calesita con su celular inteligente, perdido en su condición de onanista informático? ¿El sistema operativo con la erótica voz de Scarlett Johansson invita a pensar que no está mal, después de todo, interactuar afectivamente con objetos? En realidad, Jonze no propone nada, no nos pide distancia, nos dice que el tiempo del consumo ha suplantado al del pensamiento, tanto en sus criaturas de ficción como en el tipo de espectador que modela. En ese sentido, jamás pone distancia del circo al que todos pertenecemos para pensarlo, sino para festejarlo. Y para ello, hace efectiva la famosa frase de Matrix, “bienvenidos al desierto de lo real”, un lugar poblado de pantallas y miradas perplejas, cómodamente adormecidas frente a la parafernalia tecnológica. Si hay algo que falta, son exteriores y cuando los hay, como en la escena paisajística del paseo (pequeño oasis en medio de este desierto), enseguida surge la voz invasiva de Samantha o la música omnipresente para enfatizar que la alegría es una quimera y que el placer se obtiene cantando una canción de cuna o regalando caricias a los celulares.
De todos modos, eso no sería un problema si la película se quitara el disfraz de importancia del que se viste, el mismo disfraz que deslumbra a quienes ven este cotillón tecnológico como un ensayo lúcido del presente. El director hace solemne todo: al protagonista (sufriente en esta vida de pantallocracia), a la relación de pareja anterior (con montaje fragmentado como para que queden sólo vestigios de vínculos corporales a los que hay que sacarse rápidamente de encima, no vaya a ser que el espectador recuerde que hay vida), a la forma en que se relaciona con los otros y a la propia experiencia con este sistema operativo devenido en nueva condición humana. La desmaterialización de la vida, lejos de ser pensada, es enfatizada con el velo de seriedad que termina con un personaje perdido entre la frustración y la culpa por aquello que consume y que consume su tiempo, una especie de ser desvelado en un perpetuo mundo de luces y hologramas.
Este fenómeno de simulacros humanos no es nuevo; por el contrario, está bastante trillado. También, la idea de la relación hombre/máquina. Tal vez, la innovación aquí pase por el carácter auditivo potenciado en este ser artificial. Como se sabe, a medida que pasan los años, estos aparatos, cuanto más imperceptibles, más siniestros. Así, al menos para muchos cineastas apocalípticos. No obstante, Jonze parece celebrar la posición de esa voz como si de un Dios se tratara, capaz de coordinar la mente y el cuerpo de su interlocutor, sólo que en lugar de dictar órdenes, presagios o revelaciones, lo ayuda a masturbarse o a ilusionarse con una relación amorosa. Evidentemente, los tiempos cambian: de los diagnósticos anticipatorios de Lang (Metropolis), Kubrick (2001: odisea del espacio), Ferreri (I love you) o gran parte de la filmografía de Cronenberg, pasamos a la fiesta ciberespacial de Jonze, con su reducción del sujeto y sus deseos a un dominio virtual. Una fiesta del presente (futuro cercano) donde los personajes de la película profieren frases jugadas tales como “el pasado es una historia que nos contamos a nosotros”, es decir, suprimir el dolor real por la anestesia de los artefactos, vivir alienado en beneficio del objeto admirado. Como decía Guy Debord en La sociedad del espectáculo: “cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo”. Esta parece ser la naturaleza del protagonista interpretado por Phoenix: en vez de un ser existencialmente en crisis, con su mirada perdida frente a la pantalla parece un adorno de armario.