El viajante

Crítica de Rolando Gallego - Lúdico y memorioso

El cine de Asghar Farhadi es un cine de silencios y de riesgos. Si en La separación, afrontaba las miserias de una pareja que sólo veía en la incompatibilidad su claro deterioro, en "El pasado" también había algo de eso de toda instancia pasada como mejor momento vivido.

Con "The Salesman" el realizador vuelve a Irán, y se introduce en la historia de una pareja de actores, en un momento ideal, que tiene que abandonar su departamento al deteriorarse por las grietas que durante años los acompañaron en la estructura de las paredes, pero que ahora les hacen peligrar su vida, si es que deciden permanecer allí.

Se mudan y deciden instalarse en una nueva casa, y mientras el cambio de improviso de vivienda que toma lugar allí, ensayan un clásico ("La muerte de un viajante") y se preparan para representarlo.

Pero en el edificio al que se mudan habita gente de los bajos fondos, entre ellos una prostituta, o al menos es aquello que se deja entrever:

Sin hacer caso a esto, el idilio en ese nuevo espacio avanza hasta que un día la mujer por error deja la puerta abierta, y en un hecho que se desprende, o al menos es aquello que se comprende, de una confusión, la mujer es atacada y vejada violentamente mientras se estaba duchando.

El marido llega y encuentra rastros de sangre y a su mujer golpeada, lo que conduce a una serie de enfrentamientos, primero tratando de entender qué pasó y de desenmascarar al culpable, pero ante el silencio de ella y su traumática situación el hombre comenzará una suerte de pesquisa.

Así la narración se vuelca del drama intimista a una película cuasi policial, pintoresca, por cierto, ya que se sigue contando desde la exoticidad, las relaciones que en el Irán profundo, aquel ajeno a los medios tradicionales, se tejen.

Farhadi, es un hábil narrador, y aquí se rodea de dos de sus intérpretes fetiches, como los son Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti, quienes le otorgan verosimilitud y solidez a una historia dolorosa.

Dolorosa no solo en relación a quién resulta ser el acusado en cuestión sino a la actitud que supuestamente deberían tomar una vez que se sabe quién es el culpable, algo que los dividirá de una manera aún más profunda que el hecho acontecido en sí.

El director bucea en el intertexto de la pareja, en ese lábil límite que divide aquello que se debe pensar como lo moral y aquello que se dicta como norma. Las idas y vueltas de la relación de la pareja, después del incidente, le permiten construir su relato desde varios frentes narrativos.

Una reflexión sobre el amor, desde su costado más ético, por decirlo de alguna manera, es el vector de un guion sin fisuras que supera cualquier mirada vacua sobre el hecho desencadenante de la acción.

Aquellas grietas del edificio en el que los protagonistas habitaban en el arranque del filme, terminan siendo menos profundas que las que se encarnan en la relación entre ambos luego del incidente acontecido.

Y allí donde la presunción termina por abofetear a lo establecido, y la incomodidad se hace evidente, es en donde Farhadi termina por construir su relato, que sin llegar a la intensidad de sus obras anteriores, es un gran ejercicio de tensión narrativa.

Texto publicado originalmente en la Revista Godard número 39.