El último hombre

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El apocalipsis viene devaluado

La enorme mayoría del cine clase B desde los 90 al presente juega a ser un espejo de bajo presupuesto del mainstream más que a satirizarlo o a brindar una verdadera alternativa ideológica reproduciendo los latiguillos pero sustituyendo el tono conservador -sobre todo el que fetichiza Hollywood cuando se propone realizar films pomposos de género- por un discurso más aguerrido y rebelde. No es que todo el enclave pochoclero marginal sea igual de intrascendente que el emporio marketinero bobalicón contemporáneo (por suerte de vez en cuando nos topamos con excepciones que confirman la regla), sin embargo resulta indudable que la algarabía demencial de Roger Corman o Troma Entertainment hoy por hoy es difícil de hallarla en una escena independiente que gusta de copiar los clichés de la industria con tal de aprovechar el mega presupuesto publicitario de los grandes estudios.

El Último Hombre (The Last Man, 2018) es un claro ejemplo de ello, una película con tantos estereotipos, diálogos remanidos, personajes unidimensionales y situaciones de nulo espesor dramático que nada tiene que envidiar al último “coso” de superhéroes o producto lelo con Dwayne “The Rock” Johnson: el protagonista es Kurt (Hayden Christensen), un ex combatiente enajenado que piensa que el apocalipsis está próximo, a la par de un mesías callejero llamado Noé (Harvey Keitel), por lo que prepara un refugio subterráneo. Mientras comienza a trabajar en la compañía de seguridad privada de Antonio (Marco Leonardi) y se acuesta con la hija de su jefe, Jessica (Liz Solari), el susodicho lo acusa de haberle robado dinero y manda a Gómez (Rafael Spregelburd) para recobrarlo, pero el asunto se complica aún más para Kurt porque una banda de neonazis anda molestando insistentemente a Noé.

El debut en la ficción del director y guionista argentino Rodrigo H. Vila, conocido sobre todo por documentales acerca de Mercedes Sosa, la Guerra de Malvinas, Boca Juniors y Astor Piazzolla, es una obra de lo más fallida que combina el derrotero de un veterano de guerra con estrés postraumático símil Alucinaciones del Pasado (Jacob’s Ladder, 1990), esas simpáticas conversaciones con un personaje imaginario de El Club de la Pelea (Fight Club, 1999), un ambiente general de constante nocturnidad caricaturesca en la tradición de Highlander 2 (Highlander 2: The Quickening, 1991) y hasta esas profecías referidas al fin del mundo en sintonía con un sinfín de opus recientes del mainstream yanqui, como por ejemplo Cuenta Regresiva (Knowing, 2009) o Atormentado (Take Shelter, 2011). No sólo no hay ideas novedosas en la historia sino que todo se ha hecho mucho mejor en el pasado.

A rasgos generales la película arrastra tantos problemas que pareciera pretender batir algún récord al respecto: se toma demasiado en serio a sí misma como si en realidad estuviese abriendo terreno inexplorado por el cine actual o su perspectiva fuese de impronta intelectual/ analítica, repite planteos y soliloquios paupérrimos una y otra vez a lo largo de un desarrollo innecesariamente extenso, el buen trabajo de un Christensen apesadumbrado queda en ridículo por diálogos llenos de lugares comunes de la ciencia ficción metafísica y el film noir, el relato nunca se sabe hacia dónde apunta e inaugura subtramas que no se resuelven ni resultan aunque sea interesantes, se desperdicia a Keitel en un personaje tan hueco y esquemático como esos malos fascistas o esos villanos semimafiosos, los delirios devaluados de una debacle colosal pronto se sienten anodinos de tanta verborragia en pose y fotografía lúgubre de cotillón, la redundancia seudo existencialista cubre todo el sustrato conceptual y finalmente ni siquiera nos topamos con alicientes de otros tiempos vinculados al erotismo, la efervescencia cómica irreverente o la violencia en verdad lacerante (el puritanismo y la hipocresía de la industria cinematográfica del norte encuentran eco en la ausencia de secuencias viscerales o cuerpos al descubierto, asimismo desaprovechando a la bella Solari). Es una pena que el cine argentino de género, aquí en coproducción con Canadá y orientado al enorme mercado angloparlante, fracase de manera tan trágica en esto de construir un producto ágil a nivel formal y atractivo desde el punto de vista temático…