El triángulo de la tristeza

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Cinismo enmascarado de optimismo

La comedia no es precisamente un género popular hoy en día, una época de conformismo e indignación fáciles y estériles por la pasividad fetichizada, ya que arrastra una naturaleza de por sí divisoria, no todos se ríen de lo mismo y la polémica tiende a asomar su cabeza por sobre el horizonte de las risas debido a burlas más o menos solapadas a las que les importa un comino la corrección política del Siglo XXI cual necesidad patológica de satisfacer al prójimo como si fuese alguna especie de tótem del que se necesita desesperadamente su aprobación, este a su vez un panorama que no se limita al mainstream cultural planetario sino que abarca también al indie y buena parte de los discursos estatales, precisamente por ello el liberalismo anti libertad de expresión genera tanto asco planetario y provoca efectos diametralmente opuestos a los deseados alimentando los ataques de la derecha más obtusa, ortodoxa y lunática, esa misma que representa a los sectores de poder más concentrados del capitalismo y termina ganando las elecciones al señalar las estupideces del progresismo de cartón pintado. Dicho lo anterior, llama la atención la metamorfosis de un cineasta como el sueco Ruben Östlund desde una trilogía dramática inicial cercana al lenguaje de las viñetas aisladas y los documentales observacionales de cámara fija y casi nula intervención en lo acontecido delante de la pantalla, hablamos de La Guitarra Mongoloide (Gitarrmongot, 2004), Involuntario (De Ofrivilliga, 2008) y Play (2011), hasta una segunda trilogía ya de índole inusitadamente paródica y muy agresiva que fue volcándose hacia una estética cada vez más y más accesible para el público promedio internacional aunque sin renunciar al quid iconoclasta de siempre de Östlund, léase ese camino que empieza en Fuerza Mayor (Turist, 2014), faena que todavía respetaba las cámaras fijas, y pasa al salto subsiguiente que significaron The Square (2017) y El Triángulo de la Tristeza (Triangle of Sadness, 2022), ambas de unas dos horas y media de duración total, la primera coqueteando con el inglés y la segunda ya con una preeminencia del idioma de exportación por antonomasia.

En un ambiente artístico planetario bastante marchito y repetitivo donde se considera que copiarse a sí mismo es sinónimo de tener estilo, como solía decir Alfred Hitchcock sin la capacidad de anticipar la existencia de legiones de “muertos vivientes” de la cultura que trabajan incansablemente como mercenarios del streaming más intercambiable, inofensivo y anodino o por el contrario, se creen artistas consumados pero sin background intelectual alguno, el realizador sueco sigue pateando el tablero de la previsibilidad y con El Triángulo de la Tristeza nos regala su segunda obra maestra al hilo luego de The Square, en esencia puliendo por un lado y expandiendo por el otro lo hecho con anterioridad a escala temática, retórica, política e ideológica de manera magistral: a pesar de que aún se siente el espíritu de los relatos corales de La Guitarra Mongoloide, Involuntario y Play, la verdad es que aquellas reflexiones del comienzo de la carrera de Östlund, con eje en el peso asfixiante de lo social sobre los estratos marginales suburbanos, derivaron en un estudio posterior muy cáustico con foco en las capas dirigentes de Europa y del Primer Mundo en general, esas que encuentran “ecos” en sus distintos socios cipayos del resto del globo, así pasamos de la bancarrota moral del empresariado actual de Fuerza Mayor, comedia negra sobre un padre que abandona a su esposa y sus dos vástagos en medio de una avalancha en un hotel de lujo de los Alpes Franceses, a primero la parodia hecha y derecha del mundo del arte moderno de The Square, un retrato fulminante de la oquedad simbólica de nuestros días, los circuitos de legitimación de la denominada “alta cultura” y su gigantesca distancia con respecto a la realidad popular por su tendencia a aislarse en burbujas narcisistas, y segundo las ironías en torno a la oligarquía plutocrática más boba, nauseabunda y parasitaria de El Triángulo de la Tristeza, astuta fábula acerca de la estructuración por clases sociales de la praxis comunal del nuevo milenio en oposición al binarismo interpretativo de la Guerra Fría, “capitalismo versus comunismo”, y la cultura del exhibicionismo en redes sociales e Internet en general.

La faena comienza centrándose en una típica parejita de tarados del Siglo XXI, esa de una modelo e influencer manipuladora, putona y banal llamada Yaya (último trabajo de Charlbi Dean, que fallecería en agosto del 2022 por una infección a raíz de la extracción del bazo debido a un accidente automovilístico del 2008) y un “macho deconstruido” que también trabaja de modelo y responde al nombre de Carl (Harris Dickinson), no obstante el asunto pronto se abre cual abanico hacia diversos personajes una vez que el dúo, siempre peleando por la tacañería de ella y la histeria alrededor de los roles de género de él, consigue gratis un par de pasajes para un crucero de lujo a bordo de un yate bajo la condición de que se saquen una catarata de fotos para promocionarlo en redes sociales, así nos topamos con el oligarca ruso Dimitry (un estupendo Zlatko Buric, actor fetiche de Nicolas Winding Refn), quien se hizo millonario cuando cayó el Muro de Berlín vendiendo guano o fertilizante para la agricultura, y su clásica esposa trofeo, la descerebrada Ludmilla (Carolina Gynning), un matrimonio de ancianos ingleses que fabrican granadas y minas terrestres, Winston (Oliver Ford Davies) y Clementine (Amanda Walker), una magnate alemana que sufrió un derrame cerebral y perdió la capacidad de hablar, Therese (Iris Berben), un millonario reciente del rubro tecnológico que acaba de vender su compañía, Jarmo (Henrik Dorsin), y una vieja ricachona e insoportable, Vera (Sunnyi Melles), que presiona a una camarera/ esclava de a bordo, la pobre Alicia (Alicia Eriksson), para que toda la tripulación se tire al agua desde un tobogán. Luego de una cena desastrosa por una tormenta en honor al capitán borrachín y socialista del barco, Thomas (excelente desempeño de Woody Harrelson), incidente que desencadena un corte de luz, vómitos masivos y episodios de diarrea e inodoros rebasados entre los oligarcas, el mandamás y Dimitry discuten alcoholizados acerca de capitalismo y comunismo en el intercomunicador de la nave y así, a la mañana siguiente, unos piratas de África asesinan a los británicos con una de sus granadas y arremeten contra el yate con ametralladoras para matar a los esbirros de seguridad y saquearlo todo. En una isla serena se reencuentran los sobrevivientes Dimitry, Carl, Yaya, Therese, Jarmo y tres personajes que formaban parte de la troupe al servicio de las necesidades y caprichos absurdos de los pasajeros, un negro que servía en la sala de máquinas, Nelson (Jean-Christophe Folly), la jefa rubia de personal Paula (Vicki Berlin) y una encargada de la limpieza de los baños, la inmigrante filipina de mediana edad Abigail (Dolly De León). Pronto el esquema de poder se invierte porque la discriminada y sumisa Abigail es la única que sabe pescar y armar un fuego sustentable e impone un matriarcado desplazando a Paula como figura dominante aunque también quitándole el macho a Yaya, quien ve con impotencia cómo Carl acepta convertirse en el raudo amante de la filipina a cambio de comida y el privilegio de dormir en el cómodo barco salvavidas en el que la fémina llegó a la isla, su “hotel alojamiento”.

Así como la etapa dramática de la trayectoria de Östlund estaba marcada por un influjo algo mucho estándar dentro del enclave cinematográfico arty desde los años 90 hasta el presente, aquel de Ingmar Bergman, Michael Haneke, Gus Van Sant, Robert Bresson y hasta Aki Kaurismäki, sus últimas tres películas lo acercaron al sustrato mayormente corrosivo y muy surrealista de Luis Buñuel, Roy Andersson, Yorgos Lanthimos, Lina Wertmüller, Rainer Werner Fassbinder, Todd Solondz y Jim Jarmusch. En este sentido tranquilamente se puede afirmar que Play retomaba la marginalidad púber más sádica de ese Van Sant de Elefante (Elephant, 2003) y Paranoid Park (2007), Fuerza Mayor se enrolaba en una tradición de arremetidas contra los sectores pudientes que va desde El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972), de Buñuel, hasta Happy End (2017), opus de Haneke, y The Square complejizaba exponencialmente el meollo promedio de otras sátiras varias del ecosistema cultural que la precedieron e incluso la sucedieron, en sintonía con El Arte de la Seducción (Art School Confidential, 2006), de Terry Zwigoff, El Artista (2008), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, Mi Obra Maestra (2018), joya de Duprat en solitario, y Velvet Buzzsaw (2019), aquella propuesta bastante fallida de Dan Gilroy. El Triángulo de la Tristeza, título que alude al entrecejo fruncido de preocupación que se elimina con bótox, respeta esta estela heterogénea previa porque la película está dividida en tres partes que se condicen con múltiples influencias y se unifican en un marco ideológico de denuncia del “cinismo enmascarado de optimismo” de la alta burguesía, como señala el prólogo centrado en la ridiculización del mercado publicitario, el marketing y la alta costura: hablamos de un primer acto consagrado a la pareja de Carl y Yaya, entre el cine de Solondz y Woody Allen, un segundo capítulo orientado a la claustrofobia del yate y un sarcasmo emparentado con Buñuel, Fassbinder y Andersson y finalmente una tercera parte, ya en la isla, que juega con una conjunción sutil de la degradación escalonada de El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, 1963), clásico de Peter Brook a partir de la novela de 1954 de William Golding, y el motivo de la inversión de la sociedad clasista de Insólito Destino (Travolti da un Insolito Destino nell’Azzurro Mare d’Agosto, 1974), relectura de Wertmüller de Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe. Östlund incorpora en la coctelera a burguesas autovictimizadas, pollerudos que caen en el cliché cuando pretendían evadirlo, muchos fetichistas del dinero y de la hipocresía de la corrección política, oligarcas racistas y xenófobos sin culpa alguna, trabajadores inmigrantes explotados, energúmenos de seguridad, imbéciles adictos a las redes sociales, hedonistas huecos y superficiales, egoístas delirantes, viejos nauseabundos de mierda, feminazis blancas patéticas, un capitán ultra socialista y muchos oportunistas contextuales y salvajones, fauna que en su conjunto construye un lienzo brillante sobre los engranajes del poder de hoy en día y la complicidad tácita y explícita de los subyugados…