El secreto de Lucía

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Un deshilachado cruce de géneros

La ópera prima de Becky Garello ensaya una despareja mixtura de estilos, entre la comicidad y el drama, eligiendo el riesgoso camino de romper con el verosímil. Con Carlos Belloso, Emilia Attías y un destacado trabajo de Tomás Pozzi.

Una nueva ópera prima del cine argentino (y van…) y otra película donde las carencias y los problemas ganan la partida. Resulta curioso el inicio de El secreto de Lucía donde el relato se vale de una voz en off descriptiva y un tono costumbrista con personajes extraños y perdedores que se acercan a los de Soñar, soñar (1976) del gran Leonardo Favio. Garello presenta a sus particulares criaturas, ubicadas a fines de los '60, bien lejos de la ciudad y viviendo el día a día. Un ventrílocuo (Belloso), una cantante (Attías), un sujeto de baja estatura utilizado como muñeco por el primero (Pozzi) y un periodista (Navarro), son los cuatro vértices que desovillan una trama repleta de diferentes cambios de tono, géneros, estereotipos varios y una acumulación de acciones que pocas veces encuentra su centro y su justificación dramática (realista, psicológica, metafórica).
En el desarrollo de El secreto de Lucía pasan muchas cosas, situaciones con picos de tensión, cruces genéricos (melodrama, policial), pasiones escondidas desde el pasado, explosiones catárticas que llevan a la tragedia. No está mal que así suceda y se celebra que una película argentina de corte industrial explore al género desde una zona periférica, sin necesidad de inclinarse por sus códigos de mayor transparencia. Pero el problema grave del film es su débil construcción para que la historia alcance un mínimo verosímil que jamás logra debido a la ambición por cruzar géneros y tonos dramáticos con desigual intensidad. En esa decisión de la puesta en escena por agolpar escenas y situaciones que oscilan entre la comicidad (inconsciente) y el drama, la película elige el camino más riesgoso: romper con el verosímil y jugarse por cierto tono ridículo, con actuaciones impostadas y excedidas en su euforia (en contraste, vale rescatar el trabajo de Tomás Pozzi como el petiso usado como muñeco), donde el subrayado termina ganándole la pulseada a la sutileza y el perfil bajo. Cuando el argumento de la película, ya en su segunda mitad y totalmente sumergido en el caos del inverosímil, empieza a revelar los secretos escondidos tiempo atrás, la formulación estética elige el camino más trillado: el relato a cámara, a moco tendido, a puro plano televisivo de corte confesional. En esos minutos finales de El secreto de Lucía, la rémora alude al cine argentino de los años '80, en especial a aquel que ya manifestaba una serie de vicios narrativos y estéticos que venían de tiempo atrás, tal vez, desde la época en que transcurre esta deshilachada ópera prima.