El ritual del alcaucil

Crítica de Mex Faliero - Funcinema

IDEAS DESORGANIZADAS

Como las imágenes caleidoscópicas que aparecen en algún pasaje, este documental de Ximena González es el retrato de un espacio determinado (un barrio construido alrededor del Cementerio Municipal de Avellaneda y el Cementerio Israelita) que se abre, refractándose infinitamente y formando otras figuras. En el eco de las historias que cuentan los vecinos se evocan historias fantásticas, pero también otras realidades que tal vez algunos desearían conservar como fantasías. Historias de aparecidos y de desaparecidos, rumores y verdades que acechan en los rincones de un barrio influenciado por la presencia de la muerte, incluso en su apariencia más burocrática. Ese parece ser el combustible principal de El ritual del alcaucil, un documental que se termina perdiendo en su ambición y que se vuelve demasiado disperso en su recorrido.

Hay aciertos formales en la película de González. El más notorio es la forma de registrar los testimonios, mayormente voces en off sobre planos de rostros difusos, ocultos detrás de vidrios, atravesados por filtros o reflejados en espejos hechos añicos. Ese aspecto de la película le aporta un tono espectral, casi onírico, que es acompañado por un uso muy particular del sonido, plagado de ruidos que vuelven a la experiencia sonora casi una pesadilla. Eso también acompaña el carácter líquido del film, elemento que precisamente abre y cierra el relato, y que le da cohesión al fondo y la forma. Si la directora quiere instalar la vivencia de sus protagonistas como si se tratara de un sueño, lo logra. Hay relatos que parecen pertenecer a esa tierra sin reglas, surrealistas, o incluso de cuento infantil como muy bien ilustran unas imágenes que funcionan como separadores entre episodios.

Ahora bien, así como González toma algunas decisiones formales acertadas, hay otros pasajes que parecen propios de cierto capricho. Como por ejemplo esa escena con unos chicos jugando e imaginando lo que sucede adentro del cementerio o esa otra en la que un grupo de vecinos comparten unos vinos en una parrilla. En ambos pasajes ocurre lo mismo, una tensión que se sostiene dentro de la escena durante unos minutos pero que en determinado momento comienza a ceder hasta volver repetitiva e intrascendente cada imagen. Y si bien el documental parece buscar una progresión que lleve desde el género fantástico hasta el horror real de la dictadura, lo cierto es que lo hace a partir de un recorrido un poco confuso, caótico, con demasiadas bifurcaciones que no ayudan a centrar la mirada del espectador. El ritual del alcaucil imbrica formas, temas, tonos; cruza lo religioso con las supersticiones; aborda mitos y costumbres; en una narración demasiado ambiciosa, que no termina de hacer sistema. Así la película se pierde en sus propias ideas, que son muchas pero que no están organizadas.