El renacido

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

¿Qué queda de Iñárritu si se lo saca de la zona de comfort que para él representan los relatos corales, la miseria urbana y el comentario social? No mucho, o por lo menos eso parece exhibir El renacido, su primera película de época, localizada enteramente en un escenario natural y que sigue una única línea narrativa. Sin una galería de personajes estereotipados ni un relato que conecte impensadamente a unos y otros, a Iñárritu no le queda otra que centrarse en un puñado de protagonistas, pero el director demuestra que lo suyo nunca fue la construcción narrativa: tanto los rasgos de los personajes como los vínculos que entablan resultan gruesos y toscos, como si la película necesitara gritar, por ejemplo, que Fitzgerald será el villano, anunciándolo con casi una docena de líneas de diálogos suyas. En este sentido, al menos, la elección de los actores no es desacertada: Di Caprio, que hace tiempo muestra una predilección por papeles difíciles, complejos, bigger than life, entrega ahora una actuación sufriente, esforzada, oscarizable, de esas que siempre quedan bien. Tom Hardy, por su parte, después de la última Batman y de Mad Max, continúa en la senda de personajes enloquecidos aunque sin poder dar con una locura verdaderamente cinematográfica: el acento sureño, la voz quebrada y los ojos desorbitados son los recursos con los que intenta imprimirle, sin demasiado éxito, exceso a su actuación. Pero el director le falla el pulso también a la hora de descerrajar alguno de los largos planos secuencia que componen la película. El ataque indio del comienzo deja en claro que el mexicano no sabe cómo aprovechar los grandes espacios ni imprimirle vértigo a las imágenes: cuando empiezan a silbar las flechas, la cámara traza movimientos previsibles y recorta el plano cerrando el campo visual, desaprovechando la vastedad del escenario. Para sumar alguna variación y que la escena no resulte tan monótona, el director opta por seguir ya no a un personaje sino a una serie de fechazos, disparos y peleas que conforman una breve secuencia casi experimental. La cosa no estaría mal sino fuera porque, en el medio, la película pierde de vista a sus protagonistas, de los que nada se sabe. El gran problema llega al final de la secuencia: cuando los cazadores se retiran a la costa para huir en bote, aún en medio del tiroteo y la gritería, la música (a cargo del gran Ryuichi Sakamoto) irrumpe callando los disparos y el sonido ambiente; la acción está todavía en su punto culminante, pero el director no puede evitar la tentación de hacer presente su mano aún en un momento semejante; el trabajo del fotógrafo Emmanuel Lubezki es opacado por la veleidad del director. A fin de cuentas, ahora que se encuentra fuera de su hábitat natural, Ilñarritu deja ver que nunca fue más que apenas un director veleidoso, canchero, que necesita estampar visiblemente su huella a cualquier costo.

De la marcha terrible de los protagonista el guion no extraer nada que no sean conflictos chatos y perfiles unidimensionales; no hay sorpresas o matices narrativos de ninguna especie, incluso hasta se llega a poner en boca de un jefe indio un diálogo tan políticamente correcto acerca de las invasiones europeas que prácticamente destruye la versomilitud del conjunto. Fuera de algunos destellos técnicos, como el combate con el oso, la película no es muy distinta de cualquier relato de época violento. Sin embargo, sobre la mitad, cuando el relato gire más claramente hacia la historia de venganza, algo cambia. La película parece adoptar un tono vital que no había sido capaz de elaborar hasta el momento: la fotografía gris y apagada vira hacia el color y regala algunas de las mejores imágenes de la película (Lubezki imita lo hecho por él mismo en películas de Terrence Malick); los elementos, hasta el momento mayormente ausentes, hacen sentir su fuerza en la imagen: el agua de un río se vuelve increíblemente real, y el fuego, aunque austero, afecta físicamente al protagonista y su entorno (las fogatas, y la oscuridad que las circunda, se vuelven un motivo recurrente); el derrotero de Glass (Di Caprio) se libra de a ratos del mandato narrativo y su historia respira: ahora el relato cuenta una otra aventura, la de un hombre que debe aprender de nuevo a moverse, a medirse con una naturaleza desbocada que se manifiesta a través de signos inescrutables como la caída de un cometa o una estampida de búfalos. Ante ese desborde de luz, color y vida, la película privilegia la contemplación y el contacto con la materia, casi como si el paisaje mismo, con su inmensidad y sus pliegues, impusiera su propio ritmo por sobre el del director. Hay planos y escenas en los que Iñárritu pareciera querer imitar a otros autores, pero la empresa se revela enseguida como un mero amaneramiento: El renacido, demasiado ocupada en hacer funcionar los mecanismos de un guion rudimentario, está muy lejos de la poesía malickiana, la naturaleza salvaje e incomprensible de Herzog o de cierto lirismo a lo Reygadas. Para Iñárritu, en cambio, la poesía se traduce en un flashback insistente que cumple con la función de remarcar una burda metáfora sobre el tronco de los árboles y la resistencia ante la adversidad que apuntala el sistema moral de la película. Sin poder contar ya con los dispositivos narrativos que le calibraba su antiguo guionista Guillermo Arriaga, ni con la ciudad como fuente de miserabilidad y espacio sobre el que declamar sobre los males de la humanidad, Iñárritu se muestra más débil que nunca, con una película a la que nunca puede controlar del todo y de la que pierde las riendas rápidamente, aunque eso tal vez sea lo más interesante que tenga para ofrecer El renacido: cuando la tierra brutal y el recorrido sin rumbo del protagonista se imponen por sobre orden narrativo y a las exhibiciones técnicas de su director, la película gana en espesor y belleza visuales.