El príncipe del desierto

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El príncipe del desierto amaga con ofrecer un relato épico a la vieja usanza pero termina siendo una película desprolija y curiosamente anómala. La historia con aventuras de grandes dimensiones que incluye romance, política y una mirada exótica que barre un mundo árabe pintoresco se deshace por culpa de un guión incapaz de construir buenos personajes: el Emir Nesib de Antonio Banderas, con sus one liners, su interpretación afectada y su acento extranjero forzado es el mejor ejemplo de la pobreza que demuestra Annaud a la hora de elaborar un universo propio. El relato resuelve de manera tosca las apariciones y las salidas de los personajes, los conflictos se abren y cierran a las apuradas y sin atender demasiado a lo que pasa en entre medio; lo que importa es el golpe de efecto, hacer creer que hay un relato vital y cargado de vértigo. No es raro que varios personajes fundamentales para el relato sean brutalmente eliminados con disparos: la película pretende sumar una reflexión sobre lo intempestivo de la violencia y la muerte cuando en realidad no sabe suturar con inteligencia una línea narrativa. Lo llamativo es que esa torpeza se percibe cada vez más seguido y de formas cada vez más extremas: que el hermano mayor del príncipe Auda sea asesinado de un tiro en la cara y casi en primer plano, vaya y pase, pero que el personaje de Freida Pinto desparezca durante casi toda la película para volver recién sobre el final y comunicándole al protagonista que está embarazada (ni bien muere el padre de este), resulta por lo menos cómico. Eso sí, no se trata de autoconciencia o de una risa deliberada sino de una falta de compromiso absoluta con los materiales del relato: Annaud no tiene idea de cómo acercarse a la historia, a sus criaturas y mucho menos a una narración convencional más o menos aceitada.

El francés piensa que el cine de aventuras y romance de trasfondo exótico se reduce apenas a una mera exhibición de pintoresquismos locales (el paisaje desértico a la cabeza) y a una vana reflexión sobre la vorágine de la vida, la muerte y los lazos familiares. Lo más simpático del asunto es que, contrariamente a lo que podría pensarse, El príncipe del desierto no solo no condena la búsqueda y extracción de petróleo (causa de la guerra entre los reinos de Nesib y Amar) sino que hasta la defiende y propone como signo último del progreso. En el debate tradicionalismo-modernidad que la película propone de manera solemne y rutinaria, los que siguen la marcha de los tiempos y se adaptan a los dictados de Occidente (encarnado por una petrolera estadounidense) son los que cuentan con el favor discursivo del guión. En cambio, los que se manifiestan en contra de la explotación petrolífera se revelan como atrasados y resistentes al progreso. Es por lo menos curioso que en una época en la que el cine mainstream aparece mayormente copado por consignas ecologistas y por un pretendido respeto por las diferencias étnicas y culturales (aunque ese respeto muchas veces devenga en un exotismo for export bastante deleznable) una película postule que los responsables de las penurias de todo un pueblo son aquellos que no acompañan las medidas económicas del mundo “civilizado”.

En el universo más bien chato y ruidoso de El príncipe del desierto, un comentario políticamente incorrecto como ese no deja de ser un hallazgo más o menos entretenido, aunque más no sea por su rareza. Claro que, al igual que sucede con el resto de los errores y desprolijidades narrativas, formales e ideológicas que exhibe la película, se trata más de una carambola azarosa que de un verdadero comentario sobre la Historia.