El primer hombre en la luna

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Hoy me parece obvio que el gran problema del cine no es la falta de ideas, sino su exceso. Es decir, no la impericia, sino la posesión de destrezas mal empleadas. La mejor prueba de lo que digo es la clase B y todo el cine “de culto” revalorizado tiempo después de su estreno, cuya factura aberrante no imposibilita el placer o el incluso el amor. En cambio, ¿se puede querer, en el sentido de amar, a una película como El primer hombre en la Luna? Como siempre, los pecados de Chazelle no provienen tanto de errores o de malas decisiones, sino de un estilo sobrecargado que informa insistentemente sus películas y que no deja que sus mundos respiren por sí solos.

Ya en los primeros minutos, el director anuncia que la historia que va a contar es menos importante que el tratamiento, es decir, que debe interesarnos menos la trayectoria del protagonista que el encuadre, la luz o las lagunas narrativas. Esto tiene su reflejo en el relato, que Chazelle despoja de cualquier posible vitalidad en favor del drama de Armstrong; drama que, se entiende enseguida, es interior, algo de lo que no se habla, y que hay que aprender a leer en la la mirada perdida de Ryan Gosling y en la cara de constipado que pone en cualquier situación. Parece cosa difícil arruinar una película de astronautas: no hace falta pensar en The Right Stuff o en Jinetes del espacio, incluso Apollo 13 resiste bien el paso del tiempo. Un director sin manos como Ron Howard no pudo estropear una aventura semejante, pero uno talentoso como Chazelle sí puede. La proeza del viaje espacial parece tolerar bien las torpezas de los directores toscos, pero no la sofisticación asfixiante de un aspirante a autor.

La pretendida interioridad del Armstrong de Gosling devora el relato y no deja nada en pie. Algo de esto ya ocurría en La La Land, donde Chazelle tomaba sin demasiado éxito un género que era pura superficie, puro disfrute visual, y le insuflaba la corrosión silenciosa que consumía a la pareja. Pero allí al menos estaba Emma Stone, que compensaba con sus gestos expansivos y generosos el repliegue de Gosling (que parece haberse especializado en el rol un poco cansador del galán triste que languidece para sus adentros). En El primer hombre en la Luna, Gosling está, de alguna manera, solo, tiene toda la película para él. El resultado es previsible: el viaje a la Luna, sus preparativos, los fracasos sucesivos, todo está teñido de un clima de duelo insostenible que cancela cualquier posible aventura. El director llega incluso a desechar un espacio fundamental como la sala de controles; la película abandona el contrapunto que supone ese lugar para fijarse en lo que le pasa a la esposa de Armstrong, una mujer siempre en tensión, estresada, que no conoce el sosiego ni la felicidad, que cuando sonríe lo hace exageradamente para que el espectador se dé cuenta de que sonríe por cortesía, para disimular la tragedia de haber perdido a una hija y el temor a que el marido muera en un accidente. Todo esto es una elección, la historia en la que se basa la película no impone ese registro: The Right Stuff comienza en una etapa anterior del proyecto espacial estadounidense, poblado de accidentes y errores de cálculo que le cuesta la vida o la salud a una buena cantidad de pilotos, además de las miserias cotidianas con las que debe lidiar la precaria comunidad de pilotos y futuros astronautas. Pero la desgracia nunca termina de aplastar a los personajes de Kaufman, que sostienen a pesar de todo la alegría de la camaradería, la soberbia despreocupada de los que se miden con una empresa más grande que ellos. Esa robustez narrativa, esa felicidad ligera es algo que desconocen los protagonistas de Chazelle, ya desde Whiplash (cuyo único gran mérito era el de filmar bien la crueldad), una película en la que no había espacio para algo que no fuera el maltrato y el padecimiento y ni el jazz era ocasión de placer. A fin de cuentas, no importa en qué lugar estén los personajes de Chazelle, si en una sala de ensayo mal iluminada, en un musical deslucido o yendo al espacio para hacer catarsis, siempre funcionan de la misma manera, irradiando una oscuridad exagerada que busca ser leída en clave de complejidad narrativa, pero que lo que en verdad sugieren es la incapacidad del director de asumir plenamente la potencia de las historias, los mundos y los géneros de los que se apropia, a los que toma y enferma hasta dejar exangües, meros restos de un pasado cinematográfico mejor, ahora reducidos a simples insumos de una psicología con ínfulas de profundidad.