El Polonio

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El faro del fin del mundo

El Polonio podría ser un documental si no fuera porque sus directores parecen más interesados en lograr algo parecido a un ensayo sobre la locura y la angustia. Natalia, después de haber perdido a su beba de tres meses y separarse de su pareja, se muda de Montevideo a Cabo Polonio y la película la sigue a ella y a unos pocos personajes secundarios durante su vida cotidiana durante el cese de temporada. La desolación del lugar solo es comparable a la fiereza de los vientos y el frío que azota a sus habitantes, aunque algunos (como Natalia) se autodenominen como “pacientes”. Ese clima inhóspito, sin las bondades de los servicios más básicos (entre otras cosas, falta luz eléctrica), es una suerte de espacio terapéutico en el que las personas libran una batalla constante contra sus fantasmas. Algo de la aridez de esa tierra les sirve de consuelo o los ayuda a curtirse, a prepararse para encarar mejor los dolores de su existencia. Aunque a diferencia de las historias de personajes ermitaños, esta vez el alejarse de la civilización ya no alcanza para mitigar el sufrimiento: Natalia recorre una enorme distancia para llegar a su sesión de terapia semanal al tiempo que toma psicofármacos y escucha asiduamente unas grabaciones del gurú Marahashi. Para los pobladores de Cabo Polonio, encontrar un poco de paz y calma es una misión titánica en la que todos los medios son válidos: medicina, autoayuda, remedios, sentir los golpes de la naturaleza más cruda; todo vale con tal de escaparle al recuerdo del pasado y la ansiedad de estar vivo.

No cualquiera vive en Cabo Polonio, y los que eligen mudarse allí, cuenta Natalia, son seres quebrados, partidos por el dolor y que anhelan desesperadamente algo de sosiego. No debe extrañar, entonces, la presencia constante de los perros y la atención que la gente les dedica: los personajes parecen ver en los animales una suerte de fuga de sus miserias, como si el hacer chistes o señalar el comportamiento juguetón de los perros los hiciera olvidarse momentáneamente de sus propias penas. Sin embargo, la película nunca es complaciente con ellos; al contrario, los directores siempre respetan su decisión de vivir en ese lugar y no operan desde la puesta en escena ninguna clase de comentario enaltecedor. El Polonio se limita a observar a sus personajes sin intervenir en sus rutinas ni comentar sus acciones, salvo para acentuar la desolación y dureza del paisaje que pueblan. El faro que alumbra un mar desierto y nocturno parece ser el motivo visual que mejor caracteriza el lugar: erguido en medio de la tempestad, solitario, repite ciegamente una señal disparada hacia ninguna parte.