El plan B

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El plan B no es una comedia romántica cualquiera. Sí, es verdad que a primera vista tiene todo para ser otro exponente mediocre del género en su versión más ramplona, pero la de Alan Poul también es una película anómala, con fisuras múltiples por las que se cuela el mal gusto, la incorrección y hasta lo monstruoso. Esto se percibe ni bien empezada la historia, cuando Zoe (una Jennifer Lopez casi de plástico) después de haberse sometido a una inseminación artificial, sale del consultorio caminando con las piernas cruzadas, como con miedo a perder algo por el camino. El chiste es grosero, irreverente, y contrarresta con la tilinguería que chorrean las texturas brillosas y estilizadas de las que está hecha la superficie de la película. Entonces el conflicto ya está bien claro, y de allí en más El plan B va a oscilar de un registro a otro constantemente: a una caminata romántica por una granja le sigue Zoe teniendo un orgasmo solamente por rozarse un poco contra Stan (ella y su amiga ya nos habían contado que las mujeres embarazadas se ponen cachondas con facilidad); la escena más o menos típica del hombre incómodo acompañando a su mujer durante un ecograma se rompe en mil pedazos cuando el médico se da cuenta del desagrado de Stan y le dice muchas veces “vagina”, una tras otra, fracturando ese tono de comedia genérica e introduciendo una impensada reflexión sobre los materiales del film; en escenas que para otras películas vendrían a ocupar algo así como el momento de sofisticación, Poul se encarga de destrozar la elegancia que se venía anunciando mediante arcadas y vómitos, o con la imagen del vestido de Zoe (embarazada y embutida en un vestido ajustadísimo) rompiéndose en la parte del culo; la frecuente mascota tierna e inteligente es reemplazada por un perro que anda con un carrito (una especie de silla de ruedas canina) y que más de una vez se vuelve el blanco de los dardos envenenados de la película, como cuando Nuts se come y después vomita el test de embarazo de Zoe (dicho sea de paso, el del perrito de Zoe es el vómito cinematográfico más real que haya podido filmarse jamás) o cuando corriendo por el living se lleva puesta una pila de revistas sobre perros y Nuts literalmente vuelca; etc. Quizás el punto de quiebre de la película sea la segunda aparición de Stan, cuando en un primerísimo primer plano y casi mirando a cámara, les pregunta a Zoe y su amiga: “¿quieren probar mi queso?” (el personaje vive de fabricar y vender queso casero). Esa frase, casi disparada al público, funciona a modo de manifiesto, y es el momento exacto para que el espectador piense para sus adentros: “Toto, me parece que ya no estamos en Kansas”. Sólo que esta vez Toto anda en silla de ruedas y Oz se convirtió en una Nueva York en la que conviven de forma promiscua ferias de comida, autoritarios grupos de autoayuda para mujeres embarazadas y solas (pero “orgullosas”), parques públicos muy bien cuidados en los que se puede tener una cena romántica a la luz de las velas, locales en los que se venden unos panchos horripilantes y granjas bucólicas que quedan cerca de la ciudad con hombres en cueros y musculosos que manejan tractores bajo los rayos del sol.

Lástima que Poul no se decida nunca a pegar el volantazo final y llevar a su película de manera definitiva por el camino del humor negro y la ordinariez. Porque cuando El plan B no está riéndose de los personajes o espetando chistes groseros, el film resulta insípido y hueco, un ejemplo fiel de la comedia romántica mal entendida, esa en la que campean los conflictos chatos, diálogos y moralejas acartonados y las canciones más feas. En este sentido, hay una verdadera cumbre de la chabacanería y la incorrección que es el parto de una de las chicas del grupo de autoayuda. Escena delirante, maleducada y rica en escatologías varias que, además de impresionarnos y contarnos que un nacimiento también puede ser algo aberrante, nos deja preguntándonos cómo habría sido El plan B si Poul se hubiera atrevido a construir su película por fuera de los límites a veces estrechos de la comedia romántica. ¿Habríamos estado frente a un nuevo monstruo de dos cabezas, una especie de P.J. Hogan meets Pink Flamingos? La imagen del nene que encuentra un soretito y lo esconde en su mano parece decirnos a los gritos que sí.