El perro Molina

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Una historia sobre héroes y demonios

La última película de José Celestino Campusano, filmada en Marcos Paz, muestra el regreso de Molina a su territorio y su vinculación con el entorno que lo impulsará a volver a transgredir las normas. Sucio realismo del suburbio.

Antonio Molina (Quaranta) es un tipo hecho y derecho que convive en los bordes de la delincuencia y la marginalidad, haciendo de la amistad un culto, oteando al otro, observando con respeto al amigo, pero también sospechando de ese territorio que puede explotar en cualquier momento. Pero el drama pasional del comisario Ibañez y de su bella mujer, quien decide prostituirse oponiéndose a las reglas maritales, más temprano que tarde, llevará al "perro" a transgredir ciertas normas. El ambiente y los personajes son parecidos a los de otros títulos de Campusano (Fantasmas de la ruta; Fango; Vikingo), junto a una planificación narrativa que trabaja desde la acumulación de situaciones y personajes, supuestamente dispersos, que poco a poco compondrán un único discurso espacial y temporal. Así, surgirán las clásicas criaturas periféricas del cineasta, especialmente, el duro pero honesto Calavera y el demencial Gonzalito, un adolescente psicópata digno de temer. Entre ellos, el centro neurálgico del relato, el "perro" Molina, basculando la balanza del bien y del mal, como un antihéroe del western: rostro duro y mirada feroz, amistoso y caritativo con los suyos, pero siempre espiando a un horizonte en permanente tensión.
Los pasos adelante que propone El perro Molina en comparación con otros films del autor se relacionan con una mayor prolijidad desde la cámara y los encuadres (no confundir con esteticismo) y a una labor más que minuciosa del director con el rubro actoral, que contrasta con algunas escenas donde los diálogos y textos resuenan como recitados e impostados desde la genealogía de los personajes. Pero Campusano, emblema de un sucio realismo del suburbio, vuelve a confiar en ese paisaje constituido por prostíbulos, policías corruptos, soplones, hogares marginales, calles de tierra y autos desvencijados con gente que carga armas para cumplir con una orden. O con una misión donde se requiera de una ética (in)conformista que reivindique la moral de los personajes. En ese sentido, El perro Molina vuelve a explorar, como sucedía en Fantasmas de la ruta, el lugar de pertenencia como necesidad imperiosa para sobrevivir. El personaje central, llevado por las circunstancias, deberá traicionar a un amigo y confidente, no solo para convertirse en un Travis Bickle del subdesarrollo (De Niro en Taxi Driver) sino porque lo golpean donde más le duele. Sin embargo, la escena final reserva más de un interrogante: en medio de unas lacrimógenas exequias fúnebres, la puesta en escena plantea al espectador si Molina seguirá siendo un héroe o se convertirá en un auténtico demonio.