El pasado que nos une

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

BORDEANDO LOS LÍMITES DEL MELODRAMA

La historia de El pasado que nos une es una de personajes unidos por una multiplicidad de secretos: tenemos a Isabel (Michelle Williams), que ha dedicado buena parte de su vida a trabajar con niños en la India y, a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York, a Theresa (Julianne Moore), quien dirige una compañía de medios y parece vivir la existencia ideal con su esposo Oscar (Billy Crudup). Esos miles de kilómetros se acortan al mínimo cuando Isabel debe viajar a Nueva York para gestionar personalmente una potencial millonaria donación de Theresa, quien la termina invitando al casamiento de su hija mayor. Allí se producen una serie de revelaciones que acortan aún más las distancias, convirtiendo al film en un melodrama familiar que por la cantidad de giros que va acumulando está siempre a punto de descarrilar.

Ese bordear constantemente por los límites del verosímil, coqueteando con lo que podría ser rebuscado, exhibicionista y hasta miserabilista, ya se intuye en la primera escena, que parte de un plano secuencia aéreo muy virtuoso, pero también innecesario, hasta llegar a enfocar a Isabel. El film de Bart Freundlich (remake de una película danesa del 2006 dirigida por Susanne Bier) es uno de guión y cálculo, que va revelando secretos a cuentagotas, como si buscara despabilar al espectador con vueltas de tuerca en momentos donde la trama pareciera arribar a un callejón sin salida. Lo cierto es que, a pesar de todas las manipulaciones que se van sucediendo, El pasado que nos une nunca llega a ratificar su amenaza de convertirse en un desastre.

Quizás esa catástrofe cinematográfica que no llega a suceder se deba a que la película muestra ser bastante consciente de que todo lo que pasa es un poco increíble, casi digno de una tragicomedia. Incluso se hace bastante cargo del entorno que transita: uno de clase alta, donde la riqueza y el confort es algo habitual, y en el que la pobreza se mira a la distancia, como un conjunto de cifras casi abstractas. De hecho, se deja en evidencia que todos los personajes –incluida Isabel, con su dedicada y convencida labor-, de diferentes modos, están intentando lavar culpas más personales que sociales, usando el tema de los niños pobres como una forma de redención pero también como instrumento de poder y hasta extorsión. Esa autoconsciencia sobre la materialidad que maneja el relato hace más digeribles las arbitrariedades del film, aunque le quitan intensidad y hasta riesgo.

De ahí que El pasado que nos une sea un melodrama de medio tono, lo cual la convierte por momentos en una especie de anti-melodrama, porque si algo caracteriza al género es su voluntad por abrazar con devoción los conflictos de los personajes y empatizar por completo con sus padecimientos. Acá se establece una distancia respecto a lo que sucede que evita el trazo grueso pero coloca al film en el terreno de la medianía. Donde quizás hay mayor atrevimiento es en las actuaciones, que a medida que progresa la historia se permiten un mayor ímpetu. Esto sucede principalmente en el caso de Moore, que en los últimos minutos construye un tour de force desatado pero ciertamente conmovedor, muy bien acompañado por la performance de Crudup, un actor que es toda una rareza en sí mismo a partir de cómo maneja una amplia gama de tonalidades, que van desde la introversión casi absoluta al definitivo estallido. Lo de Williams va por otro lado y en un punto refleja los dilemas de la película: lo suyo es una procesión que va por dentro, un tipo de expresión que elude las explosiones fáciles pero también aleja un poco al espectador de sus dilemas éticos y afectivos.

También es cierto que ese apoyo en lo que pueden dar los intérpretes convierten a El pasado que nos une en un ensayo cinematográfico de carácter casi técnico, donde no nos sentimos afectados por las manipulaciones pero tampoco llegamos a conectar a fondo con los hechos narrados. Es que la frialdad contiene, pero también limita.