El padre

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

¿Cómo se pueden construir a partir de la evocación del recuerdo de una imagen la corporeidad de alguien que nunca se conoció? ¿Cómo se logra atravesar un proceso de duelo desde una mentira que lo funda y que a la vez lo niega? ¿Cuánto tiempo se puede sostener una fachada por vergüenza y replicarla hasta el hartazgo para convertirla en una verdad?
La directora Mariana Arruti (“Trelew”) logra plasmar a partir del relato de sus propias memorias, o de la recreación de las mismas, en la convicción de ellas, una historia desgarradora sobre algo fundante que termina por revelarse ante su investigación como mentira y falsificación de todo.
Trabajando con algunas ideas que le fueron transmitidas oralmente en su familia, y otras que creyó verdaderas durante mucho tiempo, “El Padre” (Argentina, 2016), su nuevo proyecto documental, se presenta como una suerte de catarsis personal, que intenta, además, universalizar ciertas ideas sobre la desaparición forzada de personas durante la última dictadura cívico militar en Argentina.
Pero “El Padre” no es sólo eso, es mucho más, porque no quiere detenerse sólo en un momento, sino que busca, explicaciones, también sobre el proceso previo y posterior en el que continuaron las macabras acciones contra aquellos que se oponían al régimen.
La directora decide cristalizar sus pensamientos con una narración tradicional en la que la multiplicidad de elementos, la profusión de significantes, y la elasticidad con la que maneja la imagen, proponen desde su relato, una mirada particular sobre un momento siniestro de su historia y de la de todos.
Porque la casuística no es reforzada sobre su la ausencia de su progenitor, al contrario, su narración bucea en la memoria personal para universalizar el dolor, y desde esa expansión se termina por configurar un espacio en el que la evocación consolida las ideas con las que trabaja.
Arruti habla con familiares, conocidos, empleados de sus padres, para, encontrar en la pesquisa la información que de alguna manera, le permita recuperar, aunque sea en palabras, a aquel señor que nunca conoció.
La recreación de viñetas en Super 8, la utilización del blanco y negro como ejercicio para potenciar ausencias, la recuperación de solicitadas y documentos históricos y periodísticos, y, principalmente la voz en off como dirección hacia la revelación que termine por constituir en parte, una identidad doblegada por una mentira, hacen que el filme reafirme su razón de ser.
Si por momentos el clasicismo del relato resiente su propuesta, en la reiteración de imágenes e impresiones personales, se recupera una vez más la figura de alguien que nunca tuvo la posibilidad de terminar plasmado en su descendencia.
Las ideas se desprenden, el impacto de la ausencia es notorio, pero una emotiva escena final, en la que una grabación de audio devuelve, al menos, un vínculo, y ya no un cuerpo, terminan por solidificar una suerte de ejercicio fílmico terapéutico en un como un válida propuesta sobre la etapa más oscura de nuestra historia y de la de Arruti personal.