El padre

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Memoria en fragmentos

Con el devenir de los años la memoria suele fallar y el fantasma de la demencia les llega a todos los seres humanos en mayor o menor medida y pasa a combinarse con una vejez que al sentir aproximarse la muerte tiende a exacerbar un instinto de supervivencia que lleva a buena parte de los hombres y las mujeres a volcarse hacia un egoísmo más que entendible en el que todo y todos ya no importan lo que solían importar e incluso las pequeñas rencillas y/ o traumas de otros tiempos pueden agrandarse al punto de convertirse en verdaderas pesadillas sin control. Al individualismo de pocas pulgas del que marcha seguro hacia el encuentro final con la parca se suma la paranoia y la desconfianza subsiguiente que trae aparejada la enajenación progresiva del sujeto/ representante de la tercera edad, quien por un lado se vuelve más agresivo, suspicaz e intolerante con su entorno y por el otro lado necesita de mayores cuidados, precisamente, de parte de ese entorno al que comienza a despreciar, lo que genera una bomba de tiempo que gran parte de la humanidad pudiente resuelve enviando a los ancianos a asilos y el resto, la enorme mayoría de la humanidad a secas, conviviendo con el problema e improvisando en el trajín hasta el fallecimiento del veterano, remate literal del ciclo de la vida porque así como los progenitores se encargaron de los hijos, los cuales por cierto son unos parásitos inmundos que tardan la friolera de dos décadas en madurar a diferencia de gran parte del resto de la fauna del planeta, los vástagos a su vez deberán hacer frente a unos padres cada día más infantilizados y atados a los problemas de salud de turno y las posibilidades concretas de sus hijos a la hora de cuidarlos o directamente sacárselos de encima tercerizando toda la responsabilidad en instituciones.

Estas son las nociones que se mueven por detrás de cada escena de El Padre (The Father, 2020), debut como realizador cinematográfico del dramaturgo galo Florian Zeller, aquí adaptando su propia y aclamada obra homónima de 2012, parte asimismo de una trilogía dramática con toques de surrealismo y comedia negra acerca de los vínculos familiares deshechos y sus consecuencias que se completa con La Madre (La Mère, 2010) y El Hijo (Le Fils, 2018). Ya adaptada previamente a la gran pantalla en la inferior Florida (Floride, 2015), dirigida por Philippe Le Guay y protagonizada por Jean Rochefort y Sandrine Kiberlain, la puesta, Le Père en el francés original, explora no sólo la destrucción de los lazos hogareños entre los distintos miembros de la parentela sino también la sensación de confusión permanente que genera la demencia al adoptar el punto de vista del enfermo de turno, ese padre del título que responde al nombre de Anthony (el mítico Anthony Hopkins en el film), a través de los ojos del cual somos testigos de una retahíla de encuentros y desencuentros entre los personajes protagónicos ya que si existe algo que domina el fluir cotidiano del veterano de 83 años es una constante desorientación enmarcada en rostros diferentes que se entrelazan en la misma persona, recuerdos que se yuxtaponen con otros, olvidos recurrentes símil obsesiones monotemáticas y en especial episodios fantásticos con un fuerte asidero en la realidad ya que cada sutil instante de desconcierto por parte del octogenario nos reenvía a alguna escena anterior o posterior de su vida, indudablemente creando una gran empatía con el espectador porque el susodicho comparte la perplejidad y de a poco comprende al anciano que la sufre tratando de hilvanar los datos acumulados.

La lógica y toda la praxis diaria de Anthony comienzan a venirse abajo cuando no puede determinar si está en la casa de su hija Anne o en la propia de Londres, si la mujer tiene la cara de Olivia Colman o de Olivia Williams, si continúa casada con su marido de siempre, Paul, o si ya se separó y planea mudarse a París, si el hombre responde al rostro y los rasgos físicos de Rufus Sewell o de Mark Gatiss, si dejó su anhelado reloj de pulsera en tal lugar o en otro del departamento londinense, si realmente su última cuidadora/ enfermera, Ángela, le robó el reloj o no y si el remplazo de la anterior, la jovencita risueña Laura (Imogen Poots), se parece realmente -o quizás no, para nada- a su querida hija menor, Lucy (Evie Wray), una pintora que murió en un accidente y que el hombre sigue considerando viva creyendo que en cualquier momento podría volver de sus supuestos viajes alrededor del mundo para compartir momentos y hacerle compañía a su padre como cuando niña. Toda la película es un encadenamiento de situaciones de índole teatral pero hoy por suerte sin la pesadez del minimalismo visual tradicional de otras traslaciones de obras pensadas para las tablas gracias en gran medida a la fluidez de la fotografía de Ben Smithard, quien logra que la claustrofobia sea abstracta y vinculada a la insania espaciotemporal del patriarca y no producto de la poca imaginación de la puesta en escena y los planos, triste rasgo de tantas otras propuestas semejantes. Como si se tratase de un cúmulo de flashbacks y flashforwards, la odisea de Zeller se centra en ese paradigmático período de crisis en el que la familia burguesa en cuestión, aquí en esencia el único sobreviviente cuerdo del clan, Anne, decide poner en un geriátrico al enfermo mental porque tiene los nervios colapsados.

Colman y Williams están muy bien aunque por supuesto el eje de la faena es un Anthony Hopkins extraordinario que se luce tanto en los instantes de vulnerabilidad casi infantil, en los que la vejez se acerca peligrosamente a ese ciclo de regresión al que apuntábamos con anterioridad, como en los chispazos de cólera en línea con el enérgico momento en el que acusa a Anne de pretender quedarse con su inmueble declarándolo loco y mudándolo, de hecho, a un asilo. Cualquiera que haya visto algún exponente de la multitud de tragedias y comedias sobre la vejez que nos ha ofrecido el séptimo arte a lo largo de toda su historia deducirá rápidamente que el hombre ya está en un hospicio y que lo que vemos es una ensalada de recuerdos cruzados/ caóticos/ más o menos modificados que responden casi a la dialéctica de los sueños, los cuales como la demencia extrapolan ideas y situaciones todo el tiempo y los combinan con utopías, deseos y miedos muy profundos en función de los cuales la psiquis hace lo que puede para tratar de encontrarle sentido a lo que no lo tiene, fetiche ancestral del ser humano como si la vida pudiese reducirse a determinado número de factores y relaciones estables entre ellos. Zeller trabaja muy bien los distintos arquetipos de estas situaciones, desde la hija comprensiva aunque bordeando la histeria y el marido egoísta que sólo quiere desembarazarse del anciano hasta la representación idealizada de un pasado que no regresará jamás, desde ya simbolizado en Lucy, y la intervención entre indiferente y necia de la lacra médica de los doctores y los enfermeros, espectro que a su vez abarca la tarada de Laura, la más experimentada en la piel de Williams, ese médico sorete al que le importan nada de nada sus pacientes que personifica tácitamente Gatiss y la psiquiatra que se compadece del sufrimiento de los familiares pero no puede hacer mucho para evitar el proceso de deterioro psicológico del enfermo, en esta oportunidad la Doctora Sarai (Ayesha Dharker). Más allá de una previsibilidad contextual que responde al séptimo arte y el cúmulo de films parecidos al presente, El Padre logra entregar instantes inspirados de suspenso, humor negro y drama apesadumbrado en torno a los corolarios del suplicio natural e indefectible, enfatizando que casi siempre lo que necesitan los ancianos es una mínima compañía que no debe confundirse con complacencia barata o lástima, bálsamo que hace olvidar -valga la redundancia- una memoria desperdigada en múltiples fragmentos…