El libro de los secretos

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

Cómo evangelizar con un spaghetti western

Un hombre solo. Un bosque de noche. Un cadáver. Un gato. Un cazador que hace del felino su cena. Paisajes desérticos. Un viaje. Cadáveres, automóviles carbonizados, rutas abandonadas. Durante los primeros 15 minutos de El libro de los secretos, entramos en el misterio de un mundo futuro desolado. Algo pasó, y ese Eli interpretado por Denzel Washington debería ser vehículo para penetrar el misterio. “Debería”: el potencial es preciso. En algún momento, temprano en el film, sabremos que hubo una “Guerra del Sol” que destruyó a gran parte de la humanidad. En algún otro, cerca del clímax, tendremos algunos detalles más. En el medio, los hermanos Hughes toman la iconografía, el ritmo y los colores del spaghetti western para narrar algo así como el summum –bien filmado, eso sí– del film cristiano-evangelista.

La historia es lineal: Eli guarda un libro, el malo de la película quiere el libro; Eli llega por pura casualidad al pueblo del que el malo es el dueño; el malo persigue a Eli; la hija de la mujer del malo está del lado de Eli y lo acompaña en la huida-misión. Después y antes hay algunas escenas de acción (bien resueltas en su mayoría) y algunos hallazgos, como el segundo rol secundario bueno del año para Tom Waits (el anterior fue El imaginario mundo del doctor Parnassus). Denzel Washington tiene la capacidad de interpretar a un personaje que, a la vez, tiene que parecer un cowboy, un náufrago y un predicador sin que ninguna de estas tres características opaque las otras. Es un tipo peligroso con una misión. O, digámoslo mejor, con una Misión, en el fondo divina.

Justamente allí radica el problema de esta especie de adaptación desértica de Waterworld: en que en cierto momento, las ideas –especialmente las del villano– respecto de la religión son incoherentes dentro de la trama. La película parece olvidar su lógica en pos de su “mensaje”, algo por cierto imperdonable. Aunque, mientras tanto, y salvo cuando los realizadores deciden cosméticamente subrayar un movimiento con la cámara lenta, hay cine y, en algunas secuencias (sobre todo las de acción) del bueno, incluso si la trama parece una especie de collage de elementos conocidísimos –hasta hay una resolución que recuerda al Fahrenheit 451 de Bradbury, más una sorpresa cuasi final.

Pero hay dos elementos que diluyen el placer cinemático y fantástico que puede proveer esta historia. El primero es el peso de lo religioso declamado, algo que no queda sólo circunscripto a la personalidad del héroe –eso sería loable– sino que pretende desbordar como “mensaje de validez universal” (en cierto punto, riesgosamente cerca del fundamentalismo). El segundo, una solemnidad a toda prueba que está estrechamente relacionada con lo anterior. La diversión de una gran aventura parece, para los hermanos Hughes con la Biblia en alto, algo así como un pecado. Extraño, dado que se trata de tipos que se persiguen a los tiros en un mundo que –todavía– no existe.