El legado de Bourne

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Los perseguidores

Las diferencias entre esta película y la trilogía anterior de Bourne son muchísimas, pero hay una que merece señalarse por sobre las demás: en las primeras tres, Jason Bourne lucha para conocer su pasado, quiere saber quién es y cómo llegó allí, mientras que en la última Aaron Cross pelea salvajemente para continuar siendo él mismo, para no cambiar. La cosa es así: a los miembros del programa de espionaje al que pertenece el protagonista les administran, además de un entrenamiento rigurosísimo, unas cápsulas para mejorar sus capacidades físicas y mentales. Esas cápsulas son las que les confieren habilidades fuera de lo común, pero su efecto es inestable y, una vez acostumbrado, el cuerpo y el cerebro se deterioran de manera inevitable si no se las consume. Cross descubre que la inyección de un virus puede lograr que esas habilidades queden fijadas en el organismo en forma permanente, y su objetivo será viajar a Manila con Martha, una científica a la que la agencia trata de eliminar.

El legado de Bourne es una película sobre el miedo. Más allá de la trama, el suspenso y la acción, el conflicto central de la película y de los protagonistas puede resumirse en pocas palabras: cómo hacer para seguir siendo uno mismo en un mundo vigilado. Las cápsulas que toma Cross y un experimento para alterar el ADN son una pequeña parte del eje de la historia: Cross y Martha escapan del brazo interminable de una corporación que posee recursos ilimitados para perseguirlos hasta el último rincón del planeta. Por momentos, la película se convierte en una especie de muestrario de dispositivos de rastreo y cruce de información: el director Tony Gilroy se demora en el trabajo de los perseguidores: cómo son capaces, desde una oficina iluminada a medias, de seguir las marcas, identificar y aniquilar un blanco en cualquier punto del globo. A su vez, el entramado de lealtades y la corrupción que parece carcomer el sistema dirigen el accionar de las agencias de inteligencia y el Estado norteamericano, siempre en pos del cubrir las propias huellas y no dejar cabos sueltos, por lo que cualquier empleado o alto funcionario puede convertirse de un momento a otro en el daño colateral de una limpieza corporativa.

El tema es el miedo y la respuesta, entonces, es la paranoia. Cualquiera puede ser un espía, un asesino, cualquier aparato puede transmitir el paradero o robar información, a cualquier persona se la puede inducir contra su voluntad a matar a otros. No es casual que la saga de Bourne haya ido decantándose en esta línea a medida que las películas mostraban mayores problemas: de la primera, que narraba sobre todo el drama de un personaje, se llega a la última, donde las peripecias de los protagonistas están en pie de igualdad con el costado tecnológico y el trasfondo corporativo. Como si el debilitamiento del personaje y su historia necesitara de un apuntalamiento por otro lado; así, la pata de la corrupción y el espionaje a escala internacional fue ganando espacio a lo largo de la trilogía hasta ocupar prácticamente el mismo lugar que el relato acerca del héroe y su búsqueda.

Hay que preguntarse por los motivos detrás de esta atención cada vez mayor puesta en la cuestión tecnológica y la trama conspirativa, en especial cuando se ve lo mal que filma la acción Gilroy (más veloz todavía que Paul Greengrass –el responsable de la segunda y la tercera– pero sin el nervio de aquél), la poca o directamente nula química que logra construir entre Cross y Martha (por eso es que el acercamiento de los dos, sobre el final, resulta tan inverosímil y forzado), o la debilidad con que aparece construido el protagonista y su pasado, que no interesan demasiado más allá de lo que le pueda ocurrir en este plano o el que sigue (Jeremy Renner cumple con su papel y pone todo para componer a Aaron Cross, pero su personaje no produce la empatía ni la intriga del Jason Bourne de Matt Damon). Se nota demasiado lo endeble del tronco narrativo principal, la propia película lo admite abiertamente cuando, ni bien empezada, alterna el relato central con el de las investigaciones internas de la agencia. Lo mismo se percibe cuando se le dedica tanto tiempo y explicaciones a las estrategias y las modalidades de la persecución. Es casi como si la película, en tanto narración, artificio y género, necesitara la apoyatura de ese gran tema de la actualidad: la vigilancia planetaria, la supuesta imposibilidad de escapar a los ojos de un poder que está en todos lados y nos observa constantemente. Cuando no está siguiendo a Cross en su misión, El legado de Bourne se dedica de lleno a recordarnos el peligro del espionaje organizado del que no se salvan ni siquiera los habitantes más pobres de una ciudad como Manila, y contra el cual no hay defensa que valga, como queda bien claro después de ver el fracaso estrepitoso de la policía filipina o el asesinato impune y casi instantáneo de un periodista que investiga a una agencia. Mucho miedo y mucha paranoia, de eso nos habla (o quiere hacerlo) El legado de Bourne, la cuarta e innecesaria entrega de una serie que es incapaz de elaborar unos personajes y un mundo consistentes, robustos, con una pizca de espesor narrativo que los vuelva interesantes, que los presente con con algún que otro doblez; Gilroy sabe que no puede hacerlo, entonces opta por tocar insistentemente las fibras sensibles de una época apelando a un tema gastadísimo que representa un lugar común hasta para el menos imaginativo de los suplementos culturales.