El juego del terror

Crítica de Rodrigo Seijas - CineramaPlus+

Los perjuicios de la mitología

Dunstan busca construir una puesta en escena cimentada en el sonido, el fuera de campo y la progresiva inquietud en el espectador.

Uno veía los carteles de publicidad de El juego del terror (cuyo título original es The collector, con lo cual da para preguntarse por qué demonios la distribuidora no la llamaba simplemente El coleccionista), que anunciaban: “de los creadores de El juego del miedo IV, V y VI”, y sentía pánico. Y no pánico porque pensara “diablos, me voy a morir de miedito”, sino “diablos, voy a perder 80 minutos de mi vida”. Yo no soy precisamente un fan de la saga Saw, especialmente de sus continuaciones, que estiraron hasta el infinito y sin razón alguna una premisa que daba para sólo una película. Pero claro, los distribuidores, en un alarde de originalidad que en verdad retrasa unos setenta años, incluso le ponen un título parecido. Hasta da para imaginárselos especulando con que “por ahí piensan que van a ver El juego del miedo, y los embocamos con esta peli”. No, no tendría que ser tan mal pensado de esa pobre gente que estrenó el filme con poco más de un año de retraso en plena era de las descargas por internet.

Supongo que porque mis expectativas eran bajísimas al final tan mal no la terminé pasando. Por suerte, Marcus Dunstan, que pasa del guión a la dirección, termina coincidiendo en forma indirecta con James Wan, quien después de dirigir Saw en base a un montaje videoclipero y obscenamente violento, hizo un giro de 180 º, experimentando con la creación de climas inquietantes en Dead silence y el plano secuencia en Sentencia de muerte.

¿Qué es lo que hace Dunstan? Busca construir una puesta en escena cimentada en el sonido, el fuera de campo y la progresiva inquietud en el espectador. No ahorra violencia, pero se aleja bastante de la mera pulsión de impacto y evita lecciones morales idiotas. Incluso hay un interesante trabajo con la música como vehículo para anunciar y describir, con la distancia apropiada, sin regodeo, la inminencia del dolor, la tortura y la muerte.

Hay incluso un enlace narrativo con la tragedia: todos los personajes parecen tener un destino predeterminado, y aunque luchen contra él este ya está sellado. Esto cuenta incluso para el asesino, que es así porque es así, sin explicaciones, sin psicologismos baratos. Tortura, mata, colecciona personas porque otra no le queda. El filme nunca lo juzga, simplemente observa sus acciones, y es ahí donde dibuja un personaje más que interesante, por lo impenetrable de su ser.

Lamentablemente, los minutos finales transforman las virtudes señaladas en el último párrafo en defectos, como si el filme se durmiera en sus laureles, o se engolosinara con sus momentáneos logros. No es que eluda el final que se ve venir desde el principio, pues sigue la lógica que marca la narración. El problema es el cómo: lo hace de forma pretendidamente astuta, pero marcadamente torpe, buscando deliberadamente la chance de la secuela (que de hecho ya se está haciendo). Ahí se pasa de la equilibrada observación del asesino a la edificación banal de una especie de mito, muy en línea con El juego del miedo (con su escenificación del asesino Jigsaw como un reservorio moral sabio y hasta simpático), que es como una mala derivación de El silencio de los inocentes en ese aspecto. En ese guiño mercantilista al público actual más superficial del cine de terror está lo peor de El juego del terror, un filme pequeño pero mucho más interesante de lo que parece a simple vista.