El hombre solitario

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Ascenso y caída de un viejo canalla

Con dosis variables de humor y de bilis, la película es un espejo en el que se ve reflejada la carrera entera de Michael Douglas.

Allá por los años ’90, un señor llamado Ron Shelton supo escribir y dirigir películas construidas alrededor de canallas irresistibles y mujeres bravas. Aparentemente menores, se respiraba en ellas tal goce y distensión que aún en los momentos más sombríos funcionaban como comedias. A esas películas –La bella y el campeón, Cobb– el espectador ingresaba como quien entra a un club, disfrutaba un par de horas y se iba. El ciclo Shelton fue breve, el hombre perdió la mano y terminó desapareciendo. Pero eso no viene a cuento ahora, porque de lo que se trata es de constatar que El hombre solitario, escrita y dirigida por el dúo integrado por Brian Koppelman y David Levien, parece una de Ron Shelton. Tiene la misma clase de feeling, personajes incorrectos tan infecciosos como aquéllos, el mismo aire de tragedia cómica y parecida capacidad o magia para convertir el cine en superficie de placer.

Ya cuando en la escena de créditos irrumpe a todo volumen la poderosa versión de Solitary Man de Johnny Cash, uno empieza a sentirse como en casa. Johnny Cash se llama a silencio y entra en escena Michael Douglas, echándole el ojo a una rubia a la que le llevará unos treinta o cuarenta años. Se cruza con la hija y el nieto, le advierte a ella que no lo llame papá en público y a él que sí lo haga: empezamos a conocer al personaje, con la suerte de sonrisa biliosa que de allí en más impregnará El hombre solitario, con dosis siempre variables de humor y de bilis. El propio título es ácido: a instancias de Neil Diamond –que escribió la letra de la canción– la del protagonista es una soledad llena de gente. O de víctimas. Predador sexual a la vieja usanza, de los que en cuanto entran a un lugar ya están marcando el territorio, Ben Kalmer se encama con unas y defrauda, traiciona, olvida, abandona al resto. Entendiendo por resto a las demás, pero también a la familia, amigos y vecinos.

El tipo es un estafador y pasó un tiempo en prisión, cuando cierta transa con el seguro le salió mal y lo agarraron. “Pasé de la tapa de Forbes a la de Time”, suspira, recordando tiempos en los que su cadena de concesionarias de BMW le permitía ser popular y con influencias. Ahora, en la mala, presiona, seduce y patalea tratando de volver a escena. Ya se ocupará de echar todo por la borda y no sólo en el terreno de los negocios. Después de un metidón de pata con la hija de su pareja (Imogen Poots, rubia aureolada), ésta (Mary-Louise Parker) mandará a un matón a que le rompa los huesos. No le irá mucho mejor con su propia hija, aunque su ex (Susan Sarandon, no casualmente protagonista, alguna vez, de La bella y el campeón) le sigue teniendo una suerte de divertida paciencia. Tanto como se la tiene el ex compañero de secundaria, dueño de un barcito de pueblo (Danny DeVito), al que Ben terminará suplicándole por trabajo.

Escrito a medida, Ben Kalmer es un espejo en el que la carrera entera de Michael Douglas se refleja (no sólo la carrera, teniendo en cuenta su internación de hace unos años, en una clínica para adictos sexuales). Desde los cazadores cazados de Atracción fatal, Bajos instintos y Acoso sexual hasta el profesor de literatura de Fin de semana de locos, pasando por el Gordon Gekko de Wall Street. En este último caso, no sólo por su carácter de viejo lobo de los negocios sino también por la relación padre-hijo que establece con un inexperto chico de secundaria (Jesse Eisenberg), en riesgo de convertirse en otra presa de sus “transacciones” (nombre que el tipo da a las relaciones humanas). La clase de hedonista que Hollywood somete inevitablemente al ciclo castigo-redención-arrepentimiento, el dúo Koppelman-Lieven (el primero escribió y codirigió, el segundo lo acompaña en el último rol) se las arregla para hacerle un ole a la moralina, llevando a Kalmer hasta el punto de una decisión vital y dejándolo colgado ahí, casi como Jimmy Stewart al final de Vértigo.

Decida lo que decida, hasta ahí el tipo la pasó bomba. Pero dejó muchos muertos por el camino: no es el tipo de personajes que se aman o se odian, sino de los que se aman y se odian. Como los de Ron Shelton. Con un Michael Douglas que luce como recién liberado de la cárcel de sus personajes, Un hombre solitario no es la clase de película en la que los actores se lucen por técnica o histrionismo. Lo que les sucede es infinitamente más importante: brillan, seducen, magnetizan.