El hombre que vendió su piel

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

"El hombre que vendió su piel": el refugiado como obra de arte.

“A veces me siento como si fuera Mefistófeles”, le dice el artista célebre al hombre frágil al que está por proponerle, como es obvio, un pacto. No hay mucho lugar para sugerencias en El hombre que vendió su piel. Sí debe reconocerse que al menos la realizadora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania no replica literalmente la fábula de Fausto, sino que se permite una serie de variaciones, desvíos, imprevistos, que convierten a El hombre que vendió su piel en algo distinto de la fábula tramada por Goethe. Lo que no le impide ser una fábula, en el sentido de que “quiere decir algo”. Algo que no está en la literalidad del relato sino en un segundo plano. Aquí aparece otro punto a favor: eso que Ben Hania “quiere decir” no es unidireccional, va practicando mutaciones de sentido en el curso de la narración.

Estrenada en la Mostra de Venecia 2020 (donde ganó el premio al Mejor Actor) y nominada por Túnez al Oscar 2021, la película de Ben Hania se inicia en Siria en 2011, cuando Isis comenzaba a desplegar sus fuerzas. Sam Ali (Yahya Mahayni) es arrestado por un incidente inexistente que la paranoia oficial interpreta como gesto de subversión, siendo expulsado del país. En Bélgica se cruza accidentalmente con Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw), famoso artista conceptual (“convierte cosas sin valor en obras de arte, con sólo firmarlas”) y Mefistófeles del caso, que le propone pintar su espalda. Aquí sobreviene una coincidencia que al espectador local podrá resultarle asombrosa, ya que la idea de Godefroi es, en plan serio, la misma que los protagonistas de la genial La ballena va llena tramaban como broma política. Cuando Godefroi estampe su firma en la espalda de Alí, éste pasará de la condición de refugiado a la de obra de arte, y como no hay legislación en el mundo que impida el traslado de obras de arte de un país a otro, Alí quedará en condiciones de andar por donde se le antoje. A la vez --de no ser así este pacto no remitiría al antecedente al que remite-- el humilde refugiado sirio embolsará la bicoca de 1 millón de dólares. Alí rebosa dignidad y orgullo. Pero ante una oferta como ésta…

Mientras Alí se convierte en la nueva celebridad del mundo del arte más chic de Europa, en Siria pasan cosas. Una de las cosas que pasan es que aldeas enteras empiezan a vaciarse ante el avance de los jihadistas, un tema que a la película no parece importarle demasiado. Como tampoco le importa que Abeer (Dea Liane), ex novia de Alí, no haya esperado mucho tiempo en casarse con un hombre rico. Si la realizadora de El hombre que vendió su piel no fuera mujer, debería decirse que la decisión de Abeer chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. Tratándose de una mujer, debe decirse que su decisión… chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. La misoginia no sabe de género.

A su vez, en Bruselas surge otro problema, que es el señalado en el primer párrafo (debe admitirse, nobleza obliga, que la película de Ben Hania se basa en un caso real). Salta a la vista que Ben Hania -como en su opera prima La bella y la jauría (2017)-- se propuso “decir algo” con su fábula, por lo cual los personajes son en realidad entelequias al servicio del bendito “mensaje”. La frivolidad del mundo del arte, el endiosamiento de determinados artistas (aquí pasa incluso en el mundo del cine, no vaya a creer), el valor de una firma como si fuera la del mismísimo Dios (Mefistófeles, perdón) y la utilización de la materia artística (la espalda de un hombre que para más datos es un refugiado político) como mercancía, son algunos de esos temas. En ese mundo desalmado brilla la figura de la representante artística Soraya Waldi (una magnífica Monica Bellucci rubia, en la que es sin duda la actuación “de su vida”).

Mientras tanto el espectador que ama los “temas para pensar” se irá preguntando que habrá querido decir Ben Hania a cada secuencia, y estará chocho con el jueguito intelectual de develarlo. Al fin y al cabo, a quien le importa la suerte de un refugiado tercermundista llamado Sam Alí.