El hombre que conocía el infinito

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Matemáticas fallidas

Con cada nueva película hay más pruebas, se demuestra mejor el teorema: los relatos audiovisuales sobre los matemáticos son muy difíciles de hacer. Por ejemplo El código enigma (es decir The Imitation Game) y Una mente brillante, con sus modos enfáticos, con sus simplificaciones que iban más allá de las cuestiones matemáticas, lo habían probado previamente. Y si Gus van Sant había logrado un triunfo parcial con En busca del destino (Good Will Hunting) quizás se debiera, además de sus probadas armas como director, a que no trataba con material de "una vida real". Pero en este caso, el de El hombre que conocía el infinito, un director sin mayor identidad reconocible llamado Matthew Brown no logra ir más allá del biopic más adocenado, gastado en sus formas, pedestre, que incluso se queda en un bosquejo con aún menos filo que el esperable en este tipo de productos.

La historia es la de Srinivasa Ramanujan, importantísima figura de las matemáticas que pasó de su India natal a Cambridge (y que tuvo una biografía fílmica de producción india en 2014). Esta película inglesa cuenta parte de su vida en Madrás y luego su carrera de un puñado de años en Cambridge, mientras intercala algunas vicisitudes de su madre y su esposa en la India. Si el módico melodrama suegra vs. nuera está contado de forma completamente convencional y sin la menor sofisticación (hasta con resoluciones risibles), en Cambridge el paquete luce un poco más decoroso, en buena medida gracias a Jeremy Irons, un actor que puede soportar airoso y hasta con elegancia las obviedades y simplificaciones de los diálogos, que explican impunemente lo que ya vemos, y resumen de manera clarividente cada situación, cada contexto (las referencias, que intentan ser contemporáneas, a la Primera Guerra Mundial sufren de exceso de sabiduría a posteriori).

Dev Patel (Ramanujan), el recordado protagonista de Slumdog Millionaire, no sigue el camino de Jeremy Irons, y con los años ha ganado en intensidad anti cinematográfica, y cada uno de sus esfuerzos actorales poseen tanta información gestual que serían más útiles en una fotonovela. Como suele suceder en estas películas sobre genios matemáticos, no se suele explicar demasiado su genialidad (aunque aquí al menos se tratan brevemente las particiones), y lo que queda es la preponderancia de la música y las efusiones de brazos en alto o caídos para que nos demos cuenta de si estamos en momentos de triunfo o de derrota en el camino del conocimiento y su valoración, un tema de grandes posibilidades emocionales si se ve potenciado por un director eficaz. No es el caso, y el cine de intersección matemática suma un caso más que nos hace añorar la integración narrativa de un libro clásico como El hombre que calculaba de Malba Tahan (es decir el brasileño Júlio César de Mello y Souza, alguien que sabía de álgebra y también de la importancia del uso del disfraz y la imaginación).