El hijo de Piegrande

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Contra el capitalismo del cabello

Definitivamente debe haber una necesidad insatisfecha de productos infantiles en las distintas subregiones del mercado global porque no dejan de llegar películas provenientes de diversas cinematografías nacionales que se apropian de las fórmulas de Hollywood para reemplazar lo que la usina norteamericana produce cada vez menos: mientras que por un lado tenemos la decisión de las últimas décadas de los estudios estadounidenses orientada a reducir el volumen de films animados para niños para ponderar unos tanques adolescentes cada vez más grandes y menos numerosos, en especial con el objetivo de ganarle terreno a la piratería y los servicios de streaming, por el otro lado está el cúmulo de propuestas “alternativas” -léase, del resto del planeta- que sustituyen a la magra oferta con productos propios que se inspiran en los esquemas de DreamWorks, Pixar y/ o aquel Disney clásico.

En mercados minúsculos y pauperizados como el argentino, incapaces de siquiera producir convites con un estándar de calidad que salga a competirle a Hollywood en su campo (salvo por alguna que otra excepción anual por parte de lo que vendría a ser el “mainstream criollo”), nos tenemos que conformar con importar los ejemplos de esa misma industria sustitutiva de otros países: de hecho, El Hijo de Piegrande (The Son of Bigfoot, 2017) es una coproducción bastante digna entre Francia y Bélgica -hablada en inglés en su versión original- que combina diferentes elementos de las obras de los gigantes del país del norte. Hasta se podría decir que el opus en cuestión supera a su fuente de inspiración porque en vez de volcar gran parte de su energía narrativa a las secuencias de acción, opta en cambio por privilegiar un desarrollo de personajes que se siente espontáneo y de lo más relajado.

Con semejante título no hace falta explicar quién es el protagonista, sólo diremos que se llama Adam y que es un jovencito que un día se entera que su padre no está muerto, en lo que fue una mentirilla de su mamá Shelly para protegerlo de HairCo, una corporación dedicada a los peluquines y el crecimiento capilar que anda detrás del papá del chico, un otrora científico que investigaba su inusual transformación física y hoy un refugiado peludo en el bosque. A la par del viaje de Adam para reencontrarse con su progenitor y descubrir que tiene algunas habilidades interesantes por ser su descendiente (como la ecolocalización, el correr muy rápido, la destreza de hablar con los animales, etc.), el dueño de HairCo, Wallace Eastman, ejerce su rol de malvado del relato secuestrando a la madre de Adam para ubicar a su esposo, el simpático Piegrande, y convertirlo en una “rata de laboratorio”.

Precisamente, como decíamos con anterioridad, el rasgo distintivo de la película es su enorme corazón y su apego para con los personajes y sus inquietudes, por un lado sacando provecho de los arquetipos retóricos ancestrales de las historias infantiles y por el otro evitando la banalización canchera de la mayoría del cine mainstream de género de nuestros días. Los realizadores Jeremy Degruson y Ben Stassen, quienes venían de la también eficaz Trueno y la Casa Mágica (The House of Magic, 2013), construyen una fábula lúcida acerca de -y contra- esta suerte de “capitalismo del cabello” con personajes queribles que no menosprecian al espectador y una animación sumamente potable, apenas por debajo de la producida por Hollywood a partir de presupuestos mucho más abultados que el presente. La sencillez narrativa y la reconstitución identitaria de fondo se acoplan a la perfección con los dardos contra la voracidad de los oligarcas del empresariado, una casta explotadora y rapaz a la que le importa un comino los seres humanos, sus vínculos familiares y sus intereses…