El gran hotel Budapest

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Elige tu propia aventura...

Pocos directores estadounidenses pueden darse el lujo de hacer lo que quieren y cómo quieren, de contar con elencos pletóricos de grandes figuras, de desarrollar con continuidad un estilo propio que se ubica en las antípodas de los modelos hollywoodenses más convencionales, y -sobre todo- de experimentar, de jugar al cine (y con el cine) en todas sus dimensiones y posibilidades. Wes Anderson es uno de ellos y, por lo tanto, uno de los exponentes más interesantes del panorama actual. En ese sentido, El Gran Hotel Budapest lo encuentra -por suerte- más ambicioso, desprejuiciado y desatado que nunca.

Si bien buena parte de la historia transcurre dentro del hotel del título ubicado en la cima de una montaña (se accede vía funicular) de un ficticio país de Europa (la República de Zubrowka), la trama está subdividida en cuatro episodios principales (como capítulos de una novela), con saltos temporales que van de 1985 a 1968 y de allí a los años '30, con múltiples narradores en off y con ramificaciones que transforman al film (esencialmente una comedia negra sobre la dinámica del lugar) en una historia de mentor-discípulo (entre el conserje Gustave que encarna Ralph Fiennes y Zero Moustafa, un niño refugiado que trabaja en el lobby y es interpretado por el novato Tony Revolori), en un thriller con asesinato incluido, en una película de (fuga de) cárcel y así hasta completar casi todos los géneros posibles (siempre encontrando elementos trágicos en los momentos de humor y gags físicos o verbales incluso en los pasajes más dramáticos).

El director de La vida acuática y Viaje a Darjeeling citó al novelista y dramaturgo austríaco Stefan Zweig como la principal inspiración, mientras que la otra fuente principal a la hora de diseñar el trabajo con los actores fueron los clásicos de los años ’30 dirigidos por Ernst Lubitsch (desde la mirada al nazismo de Ser o no ser hasta Ninochtka) o la casi homónima Grand Hotel, de Edmund Goulding. Pero incluso con esas referencias, la película no deja de ser 100% wesanderseriana, con su estilo reconocible en todos y cada uno de sus planos.

En su octavo largometraje, el realizador de Tres es multitud y Los excéntricos Tenenbaum apela otra vez al artificio (con un vistoso diseño entre retro y kitsch digno de los países del ex eje comunista), a un rompecabezas de muchas piezas, al interminable juego de muñecas rusas (siempre hay una capa más por añadir, una nueva dimensión por explorr). Quizás el resultado es menos sensible y algo más frío que en el caso de la anterior Moonrise Kingdom y no todos los notables intérpretes que dan vida a los 16 personajes centrales tienen el mismo espacio para lucirse, pero no por eso El Gran Hotel Budapest deja de ser una historia tan delirante como fascinante. Otra joyita de su personalísima y casi siempre brillante filmografía para este autor de tan sólo 44 años. Así, cada nuevo estreno de Wes Anderson se convierte en un hito cinéfilo insoslayable.