El ganador

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

Algunas piñas bien metidas

David O. Russell es un director particular: ninguna de sus películas transita por un camino de “normalidad” (Secretos íntimos, Flirtin with disarter, Tres reyes, Yo (amo) Huckabees), bordeando siempre un género específico pero subvirtiéndolo con un punto de vista entre surrealista e intoxicado. Y El ganador, por más que se esfuerce en ser una más de deportista en decadencia que logra el éxito de su vida -para más datos, basada en hechos reales-, también es una película enrevesada, intensa, inquieta en su retrato entre grotesco y miserabilista de los hermanos boxeadores Micky Ward (Mark Whalberg) y Dicky Eklund (Christian Bale), su enérgica madre Alice (Melissa Leo) y sus temibles siete hermanas. Hay algo fundamental en Russell: no le preocupa ser políticamente correcto. De ahí, que El ganador contenga algunos elementos que puedan molestar y, paradójicamente, hacerla más rica y compleja.

Hay dos temas que atraviesan la filmografía del director, y estos son la familia y el vínculo que se establece entre los hijos y la madre. Y ambos temas están explotados en El ganador, que esconde detrás de su fábula de hermano conflictuado que llega a ser campeón del mundo de boxeo, los entrenamientos y los rings, el conflicto más básico y esperable: la familia, una muy particular como la que le toca en suerte a Ward, y el sentirse parte de ella o no. También, cómo construir un camino propio y personal cuando se vive siempre a la sombra y, para colmo de males, esa sombra está alimentada por uno mismo. Ward vive con el pesar de que su hermano alguna vez combatió contra Sugar Ray Leonard y lo volteó -o se tropezó, vaya uno a saber- y eso lo convirtió en una gloria en el pueblo en el que habitan. También, con el hecho de que su madre está empecinada en manejar su carrera, con muy poco tino.

El film arranca con un documental que HBO está haciendo sobre la vida de Eklund. Sin embargo, en un giro “russelliano”, ese documental no es sobre sus éxitos deportivos sino sobre su adicción al crack. Es la impronta más personal del director que aparece en El ganador: cuando uno espera el relato lacrimógeno y sensible, un volantazo nos coloca en otro lado. No hay en su mirada indulgencia alguna, ni tampoco un juicio de valor. Russell muestra, aunque no en un sentido documental o verista como se podría interpretar, sino a partir de la más pura ficción. Russell nos hace evidente que estamos ante una película y que ellos no son ellos, sino instrumentos cargados de sentido. Por eso Eklund será un espectador más de su propio documental, cuando lo mire desde la cárcel rodeado de otros presos. El director “construye” el relato, se toma enormes libertades y licencias, y exprime de esos benditos “hechos reales” su significado. Pero lo hace evidente, como dijimos no hay en su procedimiento una necesidad documental.

Hay en El ganador ecos del cine de Scorsese -la utilización de la música, el barrio, los códigos, los vínculos violentos, las mujeres que reconfiguran el universo machista, en este caso la Charlene de la gran Amy Adams- y también de Eastwood: no casualmente hay paralelismos entre esta y Million dollar baby, otra de pugilista enfrentado a su familia. Incluso, otra familia white trash de lo más grasosa y repudiable. Curiosamente ambos directores recurren al trazo grueso para mostrar esos hogares. Pero mientras en Eastwood todo se resolvía en una escena horrenda e indigna del director -aquella en la que la familia llegaba a la clínica luego de haber pasado por Disneyworld-, Russell recurre a su humor zumbón, su apuesta al grotesco descontrolado y va a fondo con una pelea entre las siete hermanas y la novia del Micky. Mientras Eastwood quiere dejar en claro quiénes son los malos y quiénes los buenos, con una subrayado groserísimo y un pésimo manejo de la puesta en escena, aquí lo que vemos son universos en choque, diferentes entre sí, ordinarios, pero honestos y lógicos. Es una escena arriesgada, que puede indignar, pero es la confianza en su propia apuesta que se adivina en Russell lo que la convierte en uno de los pasajes más frescos de El ganador. Ese amasijo de gente que Russell pone en el porche de una casa es una reflejo de su idea sobre la familia, su tesis más lograda en el film: un montón de gente, diferentes entre sí, listos para irse a las manos, pero confiados en que hay que seguir para adelante sea como sea.

Entonces, lo mejor que tiene para ofrecer El ganador son esos toques propios del realizador, que desoxigenan la carga didáctica del guión: aunque lavada, hay una aproximación a la enseñanza de vida. Y lo peor de esto se ve en la actuación de Christian Bale. Vaya uno a saber qué han visto quienes premian, lo cierto es que el actor construye una especie de “monstruo” sin conexión alguna con lo humano. Su showcito personal, ampuloso, desconecta al film de sus emociones reales. Digamos, para un director como Russell lo mejor es el actor hierático, por eso funciona a las mil maravillas Mark Wahlberg, en la que seguro es la mejor actuación de su vida. Ya Russell es lo suficientemente hiperbólico como para que Bale venga a aumentar la dosis de desenfreno. Wahlberg no precisa más que su cara de confundido en la secuencia en la que lleva al cine a Charlene y se queda dormido mirando “Belle epoque”. El sentido, en el cine de Russell, se consigue por medio de las situaciones, no del desborde actoral.

Esto queda en evidencia en la última escena, cuando retomamos el documental sobre Eklund y allí se queda Ward, sentado, solo, con su cara de incomodad absoluta. Es otro destello de una película que funciona como por shocks de creatividad. Película que, por lo demás, no es el mejor trabajo de Russell: la locura del director va ingresando progresivamente en cierta comodidad, se respalda en el típico drama deportivo, que está bien narrado y contado (la imagen incorpora durante esos instantes la textura de la transmisión televisiva) pero que no supera la medianía, y El ganador termina siendo la fábula optimista y promotora del “tú puedes hacerlo si te esfuerzas” sin demasiada convicción. En estos pasajes hay una evidente contradicción del director: si allí en los momentos de intensidad dramática apostaba al grotesco, no hay sobre el final ningún tipo de desborde que pudiera comprometer la superficie. Como si Russell mismo se culpara por resolver el asunto de una manera tan convencional, lo filma todo con máxima corrección y sin atisbo de originalidad. Ahí sí que falta Christian Bale haciéndose el monigote. Pero ni siquiera eso.