El conjuro 2

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Servicios de consultoría paranormal.

Para comprender la posición cuasi privilegiada que detenta James Wan en el entramado hollywoodense contemporáneo primero hay que considerar el rol que le ha tocado desempeñar en el mismo: el realizador australiano -de ascendencia malaya- representa algo así como el ideal del mainstream de nuestros días en lo referido al cine de terror. Dicho de otro modo, Wan le brinda a los gigantes norteamericanos exactamente lo que desean (films con una mínima dosis de gore y sin desnudos, aptos para una distribución aséptica) y lo hace desde una dialéctica artesanal que siempre garantiza la calidad de fondo (mientras que el horizonte actual de la industria suele entronizar al público adolescente y a los adultos más pueriles, el clasicismo del señor va más allá porque respeta la potencia discursiva histórica del género y asimismo no deja a nadie fuera de la sala, inteligencia de por medio).

Su regreso al horror, luego de encarar un eslabón de la franquicia bobalicona iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), es una secuela de uno de sus éxitos recientes, El Conjuro (The Conjuring, 2013). Aquí una vez más se perciben el talento visual de Wan, su experiencia en la administración de la tensión y en especial su maestría en el oficio de estructurar la narración desde los leitmotivs tradicionales del género para a posteriori -y de a poco- introducir pequeñas variaciones en el andamiaje del relato y las escenas más “agitadas”. El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) es el resultado artístico de un ejecutante habilidoso que trabaja a partir de melodías y palabras tan antiguas como la humanidad, esas que nos cantan los infortunios de aquellos que tienen el dudoso placer de toparse con las criaturas del “más allá” y su apetito para con la fuerza vital de los mortales.

Desde ya que el esquema repite los rasgos del opus original y vuelve a centrarse en el matrimonio compuesto por Edward (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), un dúo que ofrece el servicio de lo que podríamos catalogar como una consultoría paranormal (vale aclarar que la pareja está basada en sus homólogos reales, quienes trabajaron durante décadas como investigadores independientes y/ o demonólogos de ocasión). Hoy la historia también comienza con uno de sus casos más famosos para de repente virar hacia uno menos conocido: si antes todo empezaba con la muñeca Annabelle y luego surgían las desventuras de la familia Perron, ahora la trama arranca con nada menos que Amityville para ir desembocando en el caso de Enfield, el cual en 1977 lleva a los Warren a Gran Bretaña para luchar contra una entidad que parece aferrarse al hogar de un clan de origen humilde.

A pesar de que la película no llega al nivel de su antecesora, aprovecha con perspicacia las dos novedades más importantes del engranaje dramático, léase un tono más dulce (tenemos momentos en los que cala hondo la probabilidad de muerte, por suerte siempre evitando la sensiblería barata) y un verosímil que juega mucho más con la línea que separa al fraude de una posesión diabólica con todas las letras (la nena atormentada de turno -utilizada por supuesto como un “micrófono” por el súbdito de Lucifer- es objeto de un debate sutil y sin estridencias entre los adeptos a creer en lo sobrenatural y el infaltable detractor). En esta oportunidad la dinámica escalonada de antaño deja paso a un desarrollo que acumula algunos baches esporádicos que lejos están de imposibilitar el disfrute de una obra sincera y poderosa, muy superior a la mayoría del patético terror estadounidense contemporáneo…