El cazador

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Ezequiel (Juan Pablo Cestaro) invita a un compañero de colegio a pasar un día en la pileta. Sus padres están de vacaciones y esa imprevista libertad es el terreno propicio para la exploración del deseo. A tientas, signado por el abismo del miedo y el descubrimiento, Ezequiel convierte los espacios en los que se mueve en territorios de conquista a través de insistentes miradas, de expresiones de duda, de palabras imposibles. El encuentro con Mono (Lautaro Rodríguez) en una plaza, un chico más grande que lo invita a la quinta de su primo, instala para Ezequiel un mundo de contornos extraños, marcado por la ilusión del amor, la atracción por el peligro, la afirmación de la propia consciencia.

Luego de la melancólica Un rubio, con sus rituales cotidianos convertidos en gestas amorosas, Marco Berger delinea en El cazador su reverso: una película inquietante y perturbadora, audaz como ninguna otra en su filmografía, que convierte a la mirada en la clave de toda reflexión ética. La calidez de sus otros universos, habitados por cuerpos en el vértice del deseo, aquí se subvierte a partir de las constantes de un género como el terror, con sus espacios ominosos y sus sombras amenazantes.

Berger demuestra una confianza absoluta en el relato, que le permite cambiar el punto de vista, afinar el encuadre a medida que gravitan las decisiones más difíciles y seguir a sus personajes sin nunca confinarlos, con la misma libertad que entrega a su espectador.