El callejón de las almas perdidas

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Decapitando gallinas con los dientes

Callejón de la Pesadilla (Nightmare Alley, 1946), legendaria novela de ficción de William Lindsay Gresham que sin lugar a dudas constituye el trabajo literario por antonomasia acerca de las ferias ambulantes de Estados Unidos y el espantoso “geek show” o número del salvaje, la costumbre de los capitalistas del carnaval de esclavizar a un borracho o a un drogadicto para que le arranque la cabeza con los dientes a una gallina o a una serpiente con el objetivo de luego beber su sangre ante un público tan espantado como fascinado, forma parte de una suerte de trilogía de Gresham alrededor de los secretos del music hall y el burlesque de acento popular francamente menesteroso y del costado menos amable o brillante de la fauna de los artistas circenses, el vodevil, el espiritismo y las atracciones y los diversos comerciantes colaterales relacionados con los parques temáticos, hablamos de Monstruo a Mitad de Camino: Una Mirada Desinhibida al Resplandeciente Mundo de los Carnavales (Monster Midway: An Uninhibited Look at the Glittering World of the Carny, 1954), libro de no ficción sobre la misma temática también inspirado en las conversaciones del autor con un tal Joseph Daniel “Doc” Halliday, un ex empleado de las ferias aludidas, durante el período histórico en el que ambos combatieron en la Guerra Civil Española dentro de las Brigadas Internacionales del bando republicano, y Houdini: El Hombre que Atravesó los Muros (Houdini: The Man Who Walked Through Walls, 1959), biografía sobre el mago más famoso del planeta que revela y analiza muchos de sus trucos e indaga en la otra pata de estos espectáculos nómadas que tanto obsesionaron a Gresham, léase el gremio de esos ilusionistas y adivinadores que específicamente en el enclave norteamericano casi siempre se entrelazan con el sustrato religioso porque el fundamentalismo protestante del país no suele dejar pasar referencia alguna al ecosistema espiritual o esotérico sin algún sermón piadoso, puritano o autolegitimante de por medio. El escritor, quien tuvo una vida muy colorida entre su alcoholismo e infidelidad crónica para con su tercera esposa, Joy Davidman, célebre poeta que terminaría casada con el asimismo famoso C.S. Lewis, gozó de una etapa de bonanza económica cuando le vendió por 60 mil dólares los derechos de filmación de Callejón de la Pesadilla a Darryl F. Zanuck de la 20th Century Fox como un vehículo para el actor Tyrone Power, una estrella muy taquillera de entonces que deseaba escapar del cliché al que estaba condenado, eso de las odiseas románticas o de aventuras, sin embargo el siempre torturado e inestable Gresham terminaría tirando la toalla en 1962 cuando se suicida a los 53 años a través de una sobredosis de somníferos por un diagnóstico doble de ceguera y cáncer de lengua, episodio que tácitamente lo igualó a ese adalid de los laberintos existenciales, el ventajismo y las muchas ironías del destino de su propia novela.

La adaptación protagonizada por Power, Callejón de la Pesadilla (Nightmare Alley, 1947), con dirección de Edmund Goulding y un guión de Jules Furthman, con el transcurso del tiempo se convertiría en uno de los clásicos absolutos del film noir y sinceramente en una de las películas más extrañas que haya salido de la factoría del Hollywood Clásico debido al hecho de que la propuesta era inusitadamente sórdida -y cercana al terror estrambótico- para el nivel recatado de su época y exploraba en simultáneo la codicia capitalista, motivo recurrente en la literatura y el cine del acervo yanqui por ser la cuna de la versión moderna del parasitismo y la explotación, y la degradación moral ya no sólo bajo criterios bobos del vulgo sino también concebida dentro de los confines de la misma idiosincrasia caníbal del sujeto de turno, Stanton “Stan” Carlisle (Power), un trepador que por miedo a caer en la pobreza y el esclavismo a los que están sometidos los marginados en general y los geeks en particular, como decíamos antes unos desesperados del Siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX que por unos tragos o algo de opio eran capaces de matar a un animal vivo con su boca delante de una colección de morbosos, emprende un camino de una enorme ambición y continuas metamorfosis profesionales e identitarias que lo llevan, precisamente, a caer en aquello que desde el principio pretendía evitar y que demonizaba como un típico ejemplo del declive humano en tiempos agitados que se movían entre los coletazos de la Gran Depresión y el comienzo de la crisis geopolítica de la Segunda Guerra Mundial, al punto de que la expresión “geek show” se continúa utilizando hasta el día de hoy para designar a un acto horroroso pero aceptado por las mayorías o una experiencia muy humillante frente a espectadores de lo más sádicos y perversos. El Callejón de las Almas Perdidas (Nightmare Alley, 2021), maravilla de Guillermo del Toro, funciona a la par como una nueva versión de la novela de Gresham, más visceral que el libro original y más pegada al imaginario del policial negro de cadencia cuasi operística a lo cuento ético, y como una remake del opus de Goulding, ahora recuperando el desenlace nihilista de la novela y dejando de lado aquel remate ambiguo aunque más esperanzador del film de 1947, amén de que la obra también puede leerse como el tercer y último eslabón de una trilogía de epopeyas góticas de época de Del Toro, esa que se completa con La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015), en parte inspirada en Los Inocentes (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, y La Casa Embrujada (The Haunting, 1963), de Robert Wise, y con La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017), ésta basada en El Monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), de Jack Arnold, y El Hombre Anfibio (Chelovek-Amfibiya, 1962), joya de la Unión Soviética que fue dirigida por los queridos Vladimir Chebotaryov y Gennadiy Kazanskiy.

En esta oportunidad Carlisle (Bradley Cooper) no es un muchacho en pleno proceso de crecimiento sino un hombre de mediana edad que asesina fríamente a su padre alcohólico y abusador dejando la ventana abierta de su cuarto y destapándolo en pleno invierno, luego rápidamente quema el cadáver y la residencia familiar y se suma a una feria encabezada por Clement “Clem” Hoately (Willem Dafoe), adepto a cultivar geeks porque es uno de los espectáculos más populares del carnaval. Stanton pasa de ayudante/ desmontador de carpas a asistir a una pareja de ilusionistas compuesta por la mentalista Zeena Krumbein (Toni Collette) y su esposo borracho Pete (David Strathairn), con quien desarrolló un complejo código vocal que guarda en un anotador y sirve para un número de adivinación de objetos, apariencia y hasta mensajes ocultos de los asistentes mediante palabras y su acentuación, pequeño tesoro del show business que termina en manos de Stan después de transformarse en amante de Zeena y de matar a su marido sin proponérselo al confundir una botella de metanol con una de whisky. A posteriori de esquivar el carácter sobreprotector del forzudo del lugar, Bruno (Ron Perlman), y un enano polirubro (Mark Povinelli) para con una chica que se dedica a un espectáculo con electricidad en paños menores, Molly Cahill (esa genial Rooney Mara), Carlisle se marcha con la muchacha y le lleva dos largos años montar un show para la elite plutocrática de Chicago basado en las supuestas habilidades psíquicas del hombre y la asistencia de la mujer, quien le pasa los datos a través del lenguaje subrepticio ante la vista y los oídos de un público ignorante. Justo cuando pretende escalar al rubro de los nigromantes, los médiums y los cuasi pastores de la alta burguesía, el protagonista se topa con Lilith Ritter (Cate Blanchett), psicóloga brutal y corrupta del segmento ricachón con la que inicia un affaire y con la que estafa primero al Juez Kimball (Peter MacNeill) y su esposa (Mary Steenburgen), los cuales perdieron a su vástago, y después al magnate de temer Ezra Grindle (Richard Jenkins), obsesionado con volver a ver a una antigua amante, Dory, a la que llevó al óbito al forzarla a hacerse un aborto contra su voluntad. Todo sale mal porque si bien consigue sacarle buen dinero a Grindle en varias sesiones espiritistas, cuando llega el momento de que Molly personifique a Dory el engaño queda revelado y el millonario se convierte en un payaso violento que reparte golpes, por ello Stanton lo mata a piñas y hasta atropella con su coche al guardaespaldas, Anderson (Holt McCallany), luego de lo cual es abandonado por Cahill y muta en un vagabundo y alcohólico buscado por la policía porque incluso Ritter lo traiciona quedándose con todo el “vil metal” de sus farsas como psíquico a partir de datos brindados por la bella psicóloga, quien gusta de grabar las conversaciones con sus pacientes a pura hipocresía que se burla de la dignidad confesional.

Del Toro deja de lado la pusilanimidad de todo el mainstream y el indie contemporáneos y por ello en El Callejón de las Almas Perdidas exacerba el trasfondo truculento de la novela y la película previas haciendo que nuestro Carlisle sienta culpa no sólo por el fallecimiento accidental de Pete sino también por el asesinato de su progenitor, dos episodios que relata a la futura extorsionadora Lilith con vistas a desahogarse sin tomar conciencia de que la femme fatale es mucho más venenosa y maquiavélica que él mismo, planteo disruptivo con respecto al pasado que también abarca el intercambio explícito de información entre ambos personajes, ella revelando cosillas de sus pacientes y él satisfaciendo su curiosidad en torno a los secretos sucios del varón, y la impronta gore del desafortunado incidente con Ezra, antes apenas un desenmascaramiento y hoy por hoy un doble homicidio y hasta una oreja destruida porque la psicóloga le dispara un tiro a su amante para convencerlo de huir y no regresar jamás ya que descubre que es un criminal hambriento de dinero y un hombre bien mediocre que no sabe retirarse cuando está ganando, clásica conducta del soberbio que queda atrapado en su narcisismo, avidez y compulsiones. El director y guionista mexicano lentifica la narración y extiende el metraje para desarrollar mejor a los personajes desde un humanismo tan lúgubre y doloroso como sensato y desde una entonación impiadosa que pone en entredicho el arte de escalar posiciones sociales porque así como el hombre se sirve de Cahill y el matrimonio Krumbein para trepar Ritter hace lo propio con él, siempre amparada en la impunidad y los datos valiosos del saber institucionalizado, al punto de dejarlo en ridículo ya que desde el vamos le advirtió que Grindle era imprevisible y que abusar de su paciencia y su credulidad podía resultar peligroso, de allí que desaparezca el paralelismo conceptual de antaño entre las dos parejas principales, la de Zeena y Pete y aquella de Stan y Molly, la segunda repitiendo la senda de la degradación de la primera, y el enfoque retórico se concentre, en cambio, en el personaje del magnífico Cooper, figura dominante en un elenco extraordinario en el que todos brillan por igual y están perfectos en sus respectivos roles. Menos ampulosa a escala de la fotografía, la música y el diseño de producción que sus dos trabajos góticos anteriores, sobre todo debido a la impronta de film noir fatalista y quirúrgico, la realización de Del Toro explora la facilidad con la que la manipulación comunal se da vuelta y el embaucador es embaucado y debe autocondenarse para sobrevivir a decapitar muchas gallinas con los dientes porque ese es el único empleo que la antropofagia capitalista tiene para ofrecerle cuando los días de gloria desaparecieron, los magos y videntes están en retroceso y la morbosidad parece ser el único interés de un público condicionado por el mercado a comportarse como moscas y fetichizar la mierda…