El amor menos pensado

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Es de madrugada y Mercedes Morán está sentada en el living, sola y a oscuras. Darín se levanta y la va a buscar; no sabe bien qué le pasa pero lo intuye: el hijo que se fue a estudiar afuera, la crisis de los cincuenta, el hastío cotidiano y otros lugares comunes. Los dos hablan y durante minutos no hay nada parecido a un chiste, el diálogo es más bien triste, pero en la sala varias personas se ríen, sobre todo con las líneas de Darín. Pasa lo mismo en otras escenas: Darín está parece amargado sin remedio, pero de todas formas se escuchan risas y hasta alguna carcajada perdida. Una de dos: la figura de Darín ya construida dentro y fuera de la ficción se impone al relato trayendo un efecto cómico propio y produce un reflejo pavloviano en algunos espectadores: “aparece Darín y dijo algo, seguro será algo gracioso, por las dudas me río”; o, también, la película maneja con mucha dificultad la ambigüedad de tonos sin lograr con demasiado éxito la comedia ni el drama al punto de que se confunden los registros. A favor de la segunda opción (y en defensa de los espectadores de la función en la que estaba yo), hay que decir que apenas unos minutos antes, una escena que buscaba explícitamente hacer reír tuvo un éxito escasísimo: Darín y Morán se quedan solos después de la partida del hijo y lo que debía ser una tranquilidad algo melancólica se transforma en un momento incómodo que deja asomar las grietas de la pareja. El momento quiere ser cómico, mostrar la soledad accidentada del matrimonio, pero algo pasa, nada está bien, ni los chistes ni la tensión entre los dos. Es raro, porque Juan Vera filma la escena en planos largos y distantes que no se parecen en nada al sistema televisivo de otras comedias similares (que tratan de suplir la falta de pericia con un plano contraplano rutinario). O sea, que el director piensa sus materiales, los dispone buscando un resultado cinematográfico o, por lo menos, evita a conciencia las soluciones más perezosas, pero así y todo la escena es poco efectiva: falla el timing, los personajes no encajan uno con el otro, los actores no se integran. Es el primer signo de lo que está por venir: una comedia de rematrimonio donde nada funciona demasiado bien, con un guion repleto de arbitrariedades narrativas, con un desequilibrio evidente de las actuaciones y, para colmo, con una duración imposible (más de dos horas). Varios de esos problemas se anuncian al comienzo y se condensan en torno de los protagonistas. Por ejemplo, Darín hace de Marcos, un profesor de literatura latinoamericana, intelectual sensible y levemente comprometido, que en una clase realiza un compendio rápido de los temas que deben interesarle a un escritor de Nuestra América (Marcos dixit), solo para descartar enfáticamente el “tedio” (Darín, un actor capaz de volver verosímil cualquier línea de diálogo que le tiren por la cabeza, acá está evidentemente incómodo, algo muy extraño de ver: ni él puede ponerle el cuerpo a ese momento). Poco antes, Ana (Morán) resume brevemente los escritores que le interesan al marido: están Rulfo, García Márquez y otros. Lo del tedio, en parte, se justifica narrativamente: después de todo, es el escollo al que se enfrenta la pareja una vez que le hijo se va de la casa. Pero, entonces: ¿por qué, cuando empieza la película y Marcos le habla a la cámara, el tipo está leyendo y citando un pasaje de Moby Dick? El pasaje y la idea del libro señalizan la entrada al relato y su tema: ¿no había un libro de un escritor latinoamericano que pudiera cumplir el mismo rol? Más adelante, Marcos insiste con que necesita tener todo en orden y eso le granjea una pelea con una novia, pero unas escenas antes el personaje no sabía dónde estaba el detergente y solo después de mucho buscarlo lo encuentra en medio de un montón de trastos de cocina en un lugar imposible. Así, hasta el infinito: el tipo va a una primera cita en un bar con alguien que conoció online, y como la película lo quiere mostrar incómodo e inexperto, lo viste con una remera gris grasienta y una campera, como si recién se levantara de dormir, mientras que antes, cuando todavía vivía con Ana, el hombre gastaba camisas elegantes solo para estar en la casa leyendo en el sillón. Lo mismo corre para otros personajes como el de Jean Pierre Noher, que primero le dice a Morán que es un solitario empedernido que busca la soledad (por eso fracasó su matrimonio), fanático del orden y de la rutina, y apenas unas escenas después, sin que medie transformación de ninguna clase, resulta que el tipo está conviviendo con Ana y muy contento. Etcétera.

No se trata de errores pequeños que se cometen al pasar, sino de fallas que atentan contra la credibilidad del universo de la historia y que vuelven poco creíbles a los personajes, simples vectores de un relato y nunca criaturas de las que uno puede sentirse lejos o cerca. En este sentido, los puntos fuertes son las irrupciones de los personajes secundarios, ya sean amigos, citas o parejas ocasionales: Luis Rubio, Andrea Politi y Juan Minujín están exagerados y caricaturizados, son estereotipos que buscan una risa fácil; una comicidad que procede por shocks, por apariciones fulgurantes y no por la elaboración sostenida en el tiempo. Cosa que está bien y que consigue las mejores risas de la película, pero que atenta contra el trabajo sobre los protagonistas y su construcción más larga que intenta volverlos tangibles mientras se mueven todo el tiempo entre la comedia y el drama. La película es incapaz de alear esos dos registros y además es afecta a los subrayados, como cuando Marcos está apurado porque llega tarde al trabajo (se entiende en un segundo: el tipo es impuntual) y Ana le señala gravemente su impuntualidad, que no puede ser, que siempre lo mismo: pero ya habíamos entendido todo con los movimientos nerviosos de Darín, no necesitábamos que nos remarquen lo mismo desde los diálogos, también. Al revés, la película no sabe cómo marcar el paso del tiempo, seguramente el recurso más interesante del guion: Ana y Marcos se separan y el relato narra sus peripecias amorosas a lo largo de varios años. La premisa permitía una enorme cantidad de juegos temporales y dramáticos, pero la película no aprovecha nunca eso, al punto que se pierde noción del paso del tiempo, solo nos enteramos de los años que transcurrieron desde la separación con algunos diálogos dispuestos con ese fin: un personaje le informa sumariamente al otro que ya van equis cantidad de años desde el divorcio.

Como fondo de todo esto, lo que se dibuja es la creencia en la comedia como un género de poca monta que puede ejecutarse sin demasiada planificación, total uno va al cine a pasar un buen rato, a entretenerse, y lo demás no importa mucho, son detalles, minucias de guion.