Duro de matar: un buen día para morir

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Ser padre hoy

Duro de matar: Un buen día para morir es cine de acción familiar, en el sentido de hacer de la familia no solo un fondo narrativo sino la materia misma del relato. En muchas películas hay familias implicadas, por ejemplo en las dos Búsqueda implacable, pero allí se trata de rescatar a los seres queridos y no de integrarlos en la trama (salvo por esa escena magistral de la segunda en la que el padre le explica a la hija cómo descubrir su ubicación solo con un mapa y tirando granadas). El director John Moore entiende la cosa de otra manera: John McClane y su hijo se rencuentran, separan y unen finalmente a través de los lugares de paso obligado de una película de acción. Si desde siempre el cine es devorado por la figura materna y las relaciones de padre e hijo se encuentran relegadas cuando no directamente tapadas, la quinta entrega de Duro de matar viene a restituir ese vínculo elaborando una estampa paterna que también es la de todo un género y una época: el cine de acción de los 80 y parte de los 90.

Como ocurría en la reciente El último desafío, donde a las velocidades casi lumínicas del crimen organizado actual Arnold Schwarzenegger le oponía su humanidad pesada, cansada e incorruptible, acá John McClane tiene que realizar un ajuste similar: caído de la nada en un complicado entramado de espionaje y política rusa, el tosco policía neoyorquino debe sincronizarse como puede con las circunstancias, es decir, disparando a todo lo que se mueve mientras escupe en la cara de sus enemigos unos improbables one-liners. Su hijo, producto de otro tiempo y otros códigos, no puede trabajar si no es con la asistencia de una enorme red de inteligencia detrás, por eso es que Jai Courtney (McClane Junior) , más allá de sus aptitudes actorales, nunca podría ser un héroe de acción como Bruce Willis; es que ya pasó el momento donde un hombre solo, al margen de las instituciones y apenas con un puñado de armas, podía enfrentarse a una organización criminal o detener un atentado terrorista. En líneas generales, el cinismo y la desconfianza ganaron la partida, y hoy por hoy es casi imposible imaginar una película de acción de esas características, que no se vaya toda en un retrato pretendidamente realista y su crítica de las agencias de inteligencia y sus ligazones con poderes políticos más grandes (la tetralogía de Bourne es un buen síntoma de esa tendencia).

Son pocos los que pueden escapar a ese panorama desalentador en el que ya no hay cabida para los héroes de acción sino solo para los perseguidos por el Estado y sus brazos interminables. Se trata, claro, de sobrevivientes de la era anterior, que pueden darse el lujo de ser unos mercenarios libres de ataduras gubernamentales (Los indestructibles) o un sheriff incrustado en un inverosímil pueblito de western (El último desafío). Bruce Willis es otro miembro de ese club selecto: en Un buen día para morir llega a una Rusia consumida por las internas políticas y un terrorismo incipiente que, lejos de querer ser una denuncia del estado de cosas de ese país, funciona en realidad como una geografía de utilería para que John McClane atraviese a las corridas mientras hace explotar todo a su paso y nos recuerda que alguna vez hubo un cine de acción más libre y más lúdico, todo eso al tiempo que intenta reconciliarse con su hijo y brindarle unas clases en el nunca bien ponderado arte de volar cosas por los aires.