Duro de cuidar

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Testigo en peligro

Cierto sector del Hollywood de las últimas dos décadas ha logrado la proeza de transformar a la comedia en un género menor destinado a burgueses y lúmpenes oligofrénicos que se regodean en su humor bobalicón, grasiento y profundamente apolítico, lavado de cualquier elemento sacrílego para con las instituciones o -aunque sea- los grandes “preceptos” del sentido común, ese que fuera en otras épocas el blanco principal de las ironías y demás dardos mordaces. Hay que ponerse específico en este punto para aclarar que nos referimos a un tipo concreto de comedia, léase la producida por ese mainstream norteamericano contemporáneo que en buena medida borró todos los trazos del cine de autor de antaño y se la pasa construyendo productos culturales ensamblados con una lógica marketinera repugnante que nos condena a ver una y otra vez las mismas pavadas sin ningún aliciente.

Ahora bien, Duro de Cuidar (The Hitman's Bodyguard, 2017) respeta a rajatabla este estado de cosas pero por lo menos tiene la decencia de ser sincera en su planteo y además volcarlo a una nostalgia ochentosa que ya vimos en otros géneros aunque no tanto en la comedia (y menos en esta vertiente en especial de la susodicha): en términos prácticos la película retoma una fórmula antiquísima de los policiales centrada en la estrategia narrativa del “testigo en peligro”, un esquema del que por cierto también han bebido las parodias de acción de décadas previas para con la inefable negligencia/ corrupción de los uniformados y la estupidez de la sociedad a la que deberían servir. Por supuesto que de este componente irreverente hoy por hoy no queda nada ya que todo el asunto está hermanado -en simultáneo- al ardid de las “parejas desparejas”, otra muletilla infaltable del rubro cómico.

Michael Bryce (Ryan Reynolds) es un guardaespaldas vip que cae en los bajos fondos de su profesión luego de un fracaso estrepitoso vinculado a un cliente japonés, el cual termina con un disparo en la cabeza. Desde ya que la oportunidad de redimirse llega sin demasiados preámbulos -y exactamente dos años después- cuando Amelia Roussel (Elodie Yung), una agente de Interpol, le pide ayuda para proteger a Darius Kincaid (Samuel L. Jackson), un sicario internacional que testificará en un juicio contra Vladislav Dukhovich (Gary Oldman), el antiguo y salvaje dictador de Bielorrusia, un señor adepto a asesinar a todo individuo que pudiera complicar su situación en lo referido a la acusación que pende sobre su cabeza en torno a una infinidad de crímenes en contra de la humanidad durante su régimen. Como era de esperar, Bryce y Kincaid arrastran un odio que se remonta al pasado y para sobrevivir deberán limar asperezas mientras esquivan balas de los correligionarios de Dukhovich, quien además tiene un secuaz en Interpol, Jean Foucher (Joaquim de Almeida).

Si no existiese una mínima química -y aquí hay que subrayar la palabra “mínima”- entre Reynolds y Jackson no estaríamos ante un film más o menos digno del que hablar: Reynolds continúa demostrando que el único registro cómico que maneja es el del canchero malhablado que siempre bordea el ridículo, y Jackson por su parte sigue haciendo de “nigga” soberbio, verborrágico y puteador, ese personaje hiper estereotipado que lo acompaña prácticamente desde Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994). Lo curioso del caso es que la propuesta brilla en serio cuando aparecen Oldman, interpretando a otro de sus diablillos marca registrada, y Salma Hayek, en la piel de Sonia, la esposa iracunda de Kincaid. Ni el guión de Tom O'Connor ni la dirección de Patrick Hughes logran elevar a la película por encima de la melancolía formal ochentosa y unos chistes de “incompatibilidad de caracteres” que se ven venir a kilómetros de distancia, no obstante por lo menos sacan buen partido de las secuencias de acción y de algunos intercambios entre los personajes…