Dulce país

Crítica de Santiago García - Leer Cine

No hay género más grandes y complejo que el western. Aunque con razón se lo asocia exclusivamente a Estados Unidos, el género existe en todo el mundo, o al menos parte de su iconografía y sensibilidad. Australia no es un excepción y su paisaje permite que incluso visualmente las películas tengan un perfecto aire de western.

La acción transcurre en los años veinte del siglo pasado. Sam es un hombre aborigen de mediana edad que trabaja para un predicador en el interior del Norte de Australia. Cuando Harry, un amargado veterano de guerra, se muda a un rancho vecino, el predicador envía a Sam y a su familia para ayudar a Harry a rehabilitar sus corrales para el ganado. Pero la relación de Sam con el cruel e irritable Harry se deteriora rápidamente y termina violentamente. Será entonces cuando Sam se convierta en un criminal y se vea obligado a huir por el interior del país.

A partir de esta premisa el director arma un western oscuro, amargo, violento. Mucho más cercano al pesimismo de las películas de dicho género posteriores al cine clásico. Es decir, aquellas que brillaban más por su bajada de línea que por su complejidad como obras de arte. Y Sweet Country no es más que una versión actual y australiana de los mejores y peores elementos de aquel período. Su pesimismo es contundente pero a la vez se agotado, repetido, incluso forzado. La necesidad de llegar a confirmar la tesis del realizador le quita originalidad y gracia.

Bien filmada y sólida con sus notables actores, la película es eficaz como narración, más allá de la falta de originalidad y su cuidado discurso político. El pesimismo puede ser un lugar común tan aburridor como el final feliz.