Dulce país

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

VERDAD O CONSECUENCIA

Recientemente, a propósito del suceso de El Angel de Luis Ortega, una estrella mediática y twittera con ínfulas de Simone de Beauvoir, pero más cerca de la grasa de las capitales, se mostraba indignada con la supuesta pose cool del protagonista, reclamando justicia para con los asesinos. Este puritanismo de la verosimilitud me hizo acordar a todos los inspectores que pusieron el grito en el cielo cuando se estrenó Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, entre ellos, el reconocido y muy buen realizador Spike Lee. Las críticas tenían el mismo origen: la pretensión de fidelidad con la causa histórica (algo similar ya le había ocurrido a Quentin con Bastardos sin gloria). El problema de fondo en todo esto es un reclamo injusto para los tiempos que corren, a saber, que en pleno Siglo XXI el cine deba rendir cuentas a la vida o consagrarse al imperativo del reflejo o de la verdad. El mismo Tarantino ensayó una respuesta bastante ingeniosa en su momento y desechó la posibilidad de hacer una película al servicio de cierto cine de denuncia propio de la industria y atado a las pretensiones de la Historia. Dos cosas al respecto. La primera es que todos aquellos que reclaman no lograron ver en Django sin cadenas un discurso más corrosivo que las estampas ilustradas al estilo de 12 años de esclavitud de Steve McQueen, por citar sólo un caso vinculado temáticamente. Segundo, a los que proclaman la bandera de la objetividad, siempre está a mano Wikipedia. No olvidar que el cine es un acto de fe.

Todo lo anterior viene a colación de Dulce país, de Warwick Thornton, una película sólida, de notable factura estética y con un particular desarrollo narrativo a base de flashbacks y flashforwards que ponen en vilo el conocimiento sobre la historia a la vez que trabajan la espera del espectador. La acción se ubica en el norte de Australia en los años veinte del siglo pasado, el riñón de un estado de podredumbre donde los blancos abusan de los negros. Es decir, nada nuevo bajo el sol y, en todo caso, disfrazado de galantes recursos. En este territorio abierto pero que no deja de ser un laberinto, los blancos parecen animales alzados, los negros son víctimas y los indios son salvajes, la clásica tipificación que encontramos en miles de casos fílmicos. Lo que pretende hacer diferente Thornton es construir un punto de vista que varíe el foco ideológico; sin embargo, se queda a mitad de camino. La mejor prueba para lo anterior está en la gastada fórmula narrativa cuyo discurso político correcto asoma a gritos. Hay un tipo resentido, veterano de guerra llamado Harry que le pide prestado a otro rancho una familia negra para que lo ayude un tiempo en los corrales. Allí abusa de la mujer. La corrección y la prudencia de Thornton se manifiestan en un fundido en negro en las situaciones más violentas. Este hecho y las pretensiones sexuales de Harry para con la hija de Sam, el padre de la familia negra, derivan luego en una serie de hechos dramáticos cuyo final pretende quedar bien con todos, incluidos los aplaudidores de la verosimilitud y de lo políticamente aceptable. Es decir, más de lo mismo, por más que se vista de gala.

El panorama es desolador, al estilo de Sin lugar para los débiles de los hermanos Coen, o de Sin nada que perder de David Mackenzie, situaciones todas donde tres gatos locos se persiguen para matarse en tierras desoladas y asoladas por códigos violentos y de supervivencia. No obstante, hay algo crucial que distingue a éstas de Dulce país y es la necesidad del director para que el mensaje corra siempre cien metros más adelante que el cine mismo, para que la tesis (archiconocida a esta altura) sea más importante que la libertad formal y visual que siempre ha propiciado el género. De este modo, el western aparece como una máscara despojada de la pasión de los grandes realizadores y responde más a esa vena pesimista y oscura que varios prefieren, donde el mensaje suple la riqueza visual y el desenfado capaz de reírse de las convenciones.