Dulce país

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La segregación en el páramo

Si bien la tradición de los westerns la podemos encontrar en un gran número de propuestas de nuestros días, a decir verdad el género en sí -desde hace ya muchas décadas- está limitado a apenas un puñado de exponentes por año que siempre impiden certificar su defunción definitiva. Menos frondosa aún es la vertiente específica lacónica/ lírica que apunta a un devenir alejado de las aventuras pomposas de antaño y más cercano a los ensayos austeros de índole antropológica, principalmente debido a que la enorme mayoría de los westerns contemporáneos se juega por una perspectiva bastante más agitada, vinculada en especial a aquellos spaghettis de las décadas del 60 y 70 (por suerte la versión clásica, relacionada con fascistas/ chauvinistas como John Ford y Howard Hawks, está muerta desde hace un tiempo bien largo por su sustrato maniqueo y decididamente racista).

La realización que nos ocupa, Dulce País (Sweet Country, 2017), recupera en parte el ritmo sosegado de los westerns crepusculares del genial Sam Peckinpah para volcarlo hacia un retrato tan poético como visceral del período colonial de Australia, en el que los terratenientes ingleses mantuvieron un esquema social basado en una superioridad que sentenciaba a los aborígenes a un estado de marginación y explotación tendiente a garantizar una infinidad de abusos símil esclavitud; lo que asimismo en términos prácticos significó otro de los tantos genocidios de pueblos nativos que tuvieron lugar a lo largo y ancho del globo por una conjunción de factores que abarcan las enfermedades que trajeron los europeos, la violencia directa sobre las comunidades originarias y la expulsión de las tierras habitadas, eje mismo de su sustento y condena implícita a la hambruna sistemática.

El catalizador de la historia es la muerte de Harry March (Ewen Leslie), un ex soldado que en su enajenación gustaba de violar, disparar y encadenar a los locales, y por ello deja este mundo de la mano de Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que debe escapar -en una coyuntura de racismo, alienación y caza de brujas non stop- por este asesinato en defensa propia. Lo que sigue a continuación es una persecución tras Sam y su esposa Lizzie (Natassia Gorey Furber), encabezada por el Sargento Fletcher (Bryan Brown), a través de un páramo australiano caracterizado por el desierto y las tribus que todavía no fueron reconvertidas a la “civilización” del hombre blanco. La experiencia no sólo analiza la relación de los descendientes de británicos con los aborígenes esclavizados sino también la idiosincrasia paradójica de los primeros mestizos, los cuales no saben con quién simpatizar.

El director Warwick Thornton avanza lentamente aunque con seguridad hacia la denuncia amarga de este panorama de ignorancia generalizada (los colonos son la encarnación perfecta de la estupidez segregacionista con la única salvedad de Fred Smith, un hombre de impronta religiosa en la piel de Sam Neill, y los aborígenes por su parte tienen mil problemas de interpretación simbólica para defenderse como es debido y plantarse ante las injusticias) y hacia una aproximación semi ensoñada del sentir multiétnico/ pluricultural de Australia en su conjunto (un recurso muy utilizado por el realizador es la inserción de mini flashbacks y mini flashforwards en la presentación de cada personaje y/ o en algún punto álgido de su derrotero, tanto a modo de explicación como buscando la finalidad lírica ya señalada entretejiendo el pasado, el presente y el futuro cual capas sociales superpuestas).

Como muchas obras previas que examinaron el vínculo entre la cultura y el racismo, Dulce País se muestra pesimista en consonancia con lo que sucede efectivamente en la realidad, un enclave en donde el odio y los prejuicios se reproducen sin parar y no tienen “cura”, por lo menos en lo referido a la vida de cada uno de los bobos reaccionarios de turno (sólo de generación en generación el asunto puede experimentar un progreso que nos acerque al respeto). El desempeño de Morris es de destacar porque el actor consigue construir -con pocos gestos y un esquema corporal muy limitado- un personaje de actitudes complejas, capaz de adaptarse al contexto con perspicacia y de repente caer de nuevo en la ingenuidad y el miedo a todos esos “amos blancos”. La fuerza del film es sutil y está bien direccionada, siempre compensando su falta de originalidad con una convicción narrativa muy notable…