Dulce de leche

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Genuino amor adolescente

El amor adolescente tiene una conexión especial con el cine (y con el rock y con la literatura). Bien tratado, rinde frutos de emoción tal vez fugaz pero genuina. Las claves pueden estar en la belleza, en la fotogenia, en la verosimilitud de los enamorados y en la descripción de su ambiente. El director Mariano Galperín tiene una carrera errática y bastante insólita para el cine argentino, pero hasta en Chicos ricos (2000), su película más maltratada -y que no carecía de atractivos, tal vez demenciales, se notaba algo genuino, algo que estaba fuera de la pose, de los caminos seguros y prefabricados que el cine contemporáneo ofrece a los cineastas que le temen al error. No hay displicencia y anemia en el acercamiento de Galperín a sus temas, a los diferentes estilos y ritmos con los que ha trabajado. No se percibe miedo a equivocarse, por eso no hay parálisis: Galperín hace películas que parecen decir "esto es lo que quiero hacer hoy". Y esa asertividad se suele transmitir al relato.

En Dulce de leche acierta en algunos aspectos clave: la muy joven Ailín Salas ( La sangre brota, Abrir puertas y ventanas , entre muchas otras) es evidentemente una de las mayores novedades actorales del cine argentino reciente. De especial fotogenia y sonrisa cautivadora, Salas hace algo más que "actuar bien": es una presencia fuerte, de esas que parecen haber nacido para el cine, y que contagia y mejora a los otros actores. Tanto es así que Camilo Cuello Vitale (Luis), de actuación errática y de énfasis oscilante en los primeros minutos, se enciende cuando está junto a Salas (Anita). En cuanto se forma la pareja, la película galvaniza la energía que venía presentando en forma dispersa. Ya no importan tanto los desniveles actorales, algunos diálogos forzados, las situaciones con herrumbre (el accidente de skate del amigo seguido de la confesión, por ejemplo). Luis y Anita, su amor y el paisaje del campo y el pueblo de Ramallo se combinan con energía -y con buenos encuadres, y con luz que busca nitidez en el color para resaltar flores, río y pasto, y con un montaje que sabe de ritmo genérico-para que se reduzca un poco la distancia con la película inspiradora de Dulce de leche : Melody (1971), de Waris Hussein, con música de los Bee Gees.

Otro acierto de Dulce de leche es no convertir a los adultos en villanos, y otro es la presencia de Martín Pavlovsky, que en una industria cinematográfica en serio podría ser uno de esos secundarios confiables, nobles. Cuando Luis y Anita combaten contra los límites de los adultos (mejor dicho, los esquivan), Dulce de leche fluye y se escapa de las otras probables inspiraciones -o inevitables comparaciones-, las series Pelito y Clave de sol . Pero sobre el final, como si fuera obligatorio incluir un "conflicto fuerte" para llegar a un cierre en el que se eleva el tono, la película tropieza un poco y pierde parte de su encanto, ganado a fuerza de los méritos ya apuntados y de una ternura no demasiado frecuente en el cine argentino.