Drácula

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Una película sin alma para un gran monstruo

Este año ya nos trajo la "historia jamás contada" de Maléfica y ahora la de Drácula. ¿Cómo fue que Maléfica llegó a ser Maléfica? ¿Cómo fue que Vlad Tepes, el empalador, llegó a ser Drácula? Bueno, Vlad Tepes llegó a ser Drácula gracias a la imaginación -a partir de algunos hechos históricos- de Bram Stoker. Y Drácula es Drácula gracias a la literatura y a mucho, pero mucho cine. Mucho cine aplicó -en modo poético, desatado y memorable-Francis Ford Coppola a su Drácula de Bram Stoker, de 1992.

Esa película llena de pasión, de sangre y de colores, esa película imponente, no es negada por esta Drácula del debutante Gary Shore. De hecho hasta la cita con algunos planos breves: el de los empalados, el del jardín con el lobo y Mina, los de las entradas y salidas del castillo. Y la canción que irrumpe de forma anticlimática tiene cierto parecido con la de Annie Lennox que Coppola, con sabiduría, ponía en los créditos. Por su parte, la música de Ramin Djawadi juega a ser trepidante con reminiscencias de la de Klaus Badelt y Hans Zimmer para Piratas del Caribe (Djawadi fue uno de los siete otros músicos que colaboraron en esa película).

Esta Drácula se centra en justificar la crueldad de Vlad y su necesidad de "convertirse en Drácula" para defender a su pueblo del expansionismo turco. La puesta en perspectiva de las atrocidades necesarias que "la época demandaba", la fascinación complicada por el hombre de poder, nos trae a la memoria las dos películas de Eisenstein sobre Iván el terrible. Pero Coppola y Eisenstein son puntos de conexión casi exclusivamente informativos.

Esta superproducción sin grandes estrellas del debutante Gary Shore es apenas otra película sin alma, otra de esas que para seducir en los primeros minutos se valen del atractivo de un personaje (Drácula debe estar en el top ten de los grandes mitos de la historia del cine) y de los paisajes, el vestuario, los castillos, la violencia y la fuerza vampírica. Y que luego se debilitan al exponer una sucesión de eventos que podrían dar lugar a grandes aventuras, a grandes pasiones románticas y a grandes momentos de fascinación, pero que no lo hacen porque se confunde narración con mera exhibición extendida de efectos especiales en forma cada vez más obscena (la caída eterna, las nubes de murciélagos, la destrucción de los cuerpos). La "historia jamás contada" se convierte así en apenas una nota al pie apuntada por un director que no demuestra mucha personalidad ni tampoco gran sentido del espectáculo (las batallas pierden gracia cuanto "más poder oscuro" tienen) o de sutileza o claridad expositiva (la relación entre Vlad y el vampiro de la cueva y sus planos injertados). Estas "historias jamás contadas" deberían entender que la misión del arte es la de proveer más misterio y no la de hacer cada vez más crasos los mitos.