Días de vinilo

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Conocemos la canción. Días de vinilo habla de cuatro amigos, de la música, del trabajo y de relaciones con las mujeres. La vida cotidiana de los protagonistas aparece atravesada por sus gustos musicales, que son exhibidos orgullosamente como banderas, obsesiones que se enarbolan como una manera de habitar el mundo. El problema es, justamente, el lugar que se le da a la música en una película que no para de hablar de música. Los nombres de bandas y canciones son revoleados constantemente, pasan de un personaje a otro sin causar demasiadas reacciones: no se discute sobre música, se la usa como estandarte de algo, como un signo de pertenencia automático. Las referencias musicales nunca terminan de integrarse en el universo de los personajes, los nombres pronunciados no terminan de generar verdaderos efectos narrativos sino que tienden a acumularse, a encimarse unos sobre otros. Lila (Emilia Attias) le tira por la cabeza su lista de preferidos a Facundo (Rafael Spregelburd), entre los que figuran Tom Waits y Leonard Cohen, y enseguida Facundo se siente atraído por ella: Lila se cuida de no opinar sobre música, y la película va a mostrar después que eso es lo último que parece importarle, pero él se deja impresionar por la lista memorizada, por los nombres propios recitados por los que Lila no demuestra sentir ninguna pasión. En esa escena, la música se usa como mera carta de presentación y táctica de seducción, pero hay otras. Por ejemplo, cuando Damián (Gastón Pauls) le pregunta a Vera (Inés Efron) qué música escucha y ella le dice “variado”: enseguida Damián la reta, le explica, indignado, que “variado” no significa nada, que él quiere que le dé un nombre concreto de un grupo o una canción que la emocione, porque eso es (según Damián en plan aleccionador) lo que la define, lo que la hace ser quien es, y más cosas por el estilo. Nosotros podríamos responderle con la misma carta a él: que su discurso sobre la importancia del gusto suena impostado, ensayado, sobreactuado, que no significa nada, que ni Gastón Paul se lo está creyendo cuando lo recita.

En medio de esa catarata de referencias surgen algunos chistes que funcionan bien (que Luciano –Fernán Mirás– pase en su programa de radio The Sounds of Silence cuando está sordo) y algunas ideas interesantes que, lamentablemente, la película estropea por abuso o por desidia, como la llegada de Yenny, la colombiana que viene a oficiar de Yoko Onno en la historia de Marcelo –Ignacio Toselli– y su banda tributo de los Beatles, o las breves apariciones de Leonardo Sbaraglia haciendo de él mismo hasta el hartazgo (sí, Sbaraglia es autoconsciente, se parodia a sí mismo: ya habíamos entendido la primera vez). La película apuesta a los subrayados, y Fernán Mirás, Gastón Pauls y Ignacio Toselli siempre se muestran como si estuvieran actuando, exagerando, recitando líneas escritas por otro que nunca les pertenecen verdaderamente a ellos. El único que puede romper con eso es el cada vez más inmenso Rafael Spregelburd, que parece divertirse mientras despliega un timing impecable para la comedia: sus diálogos, hasta los más áridos y con menos gracia, en boca suya resultan fluidos y funcionan siempre. Mientras que sus amigos melómanos sufren, gritan, la pasan mal, tienen ojeras, se dejan la barba o tartamudean, Spregelburd actúa sin sobresaltos, como un gentleman cínico y malicioso, todo le sale de taquito. Sus intervenciones son por lejos lo mejor de la película, lo más auténtico.

En Días de vinilo la música es un paisaje por el que se mueven los personajes y, probablemente, la de Nesci sea la única película argentina que le dedica semejante espacio al rock o al pop sin apuntar solo al saber erudito o del fanático. El problema es que, ya en el interior del relato, ese paisaje no deja de ser solamente un fondo, un mecanismo que se echa a andar mediante un aparataje de referencias que circulan por la historia muchas veces de manera gratuita, y ahí es cuando se nota el esfuerzo del film, que parece más preocupado por hablarle a su público y por apelar a su sensibilidad que por construir un universo narrativo sólido. El retrato generacional y sus coordenadas importan más que las peripecias de los personajes. Es posible que el espectador que entre en ese juego de referencias, que pueda reponer o anticipar con éxito los chistes, los nombres de grupos, de músicos, se sienta reconfortado, que dialogue mejor con la película y su particular forma de contacto con el público. Pero aunque esa propuesta sea válida y respetable, la manera en que Días de vinilo la plantea deja un sabor a poco, a comodidad. Cuando Sbaraglia proclama: “All you need is love, es como decían los Rolling Stones”, uno tiene que elegir entre reírse del error y demostrar que sabe que el actor se equivoca (sé que la canción es de los Beatles y no de los Rolling Stones, entonces me río), o sospechar que el yerro de Sbaraglia es demasiado grueso, demasiado forzado y que no cumple otra función que la de acariciar el ego del público dejándole un disparate servido en bandeja que puede ser corregido sin mucho trabajo.

De nuevo: esa propuesta, aunque no sea del agrado de uno, no tiene nada de malo en sí misma, pero hay que señalar cómo es que se convoca la música en una película que habla constantemente de eso: se trata de una existencia precaria, débil, el gusto circula como dato anecdótico, como información que no llega a ser un elemento narrativo de peso. Una prueba es que los gustos musicales de los protagonistas pueden intercambiarse o directamente dejarse de lado sin que eso altere sus historias: Facundo compone jingles para la empresa funeraria en la que trabaja y Marcelo tiene su banda beatle, sin que las elecciones musicales de los dos lleven el relato hacia un lado o el otro, sin que maticen sus experiencias, porque lo que importa, una vez más, es la imagen de conjunto, pintar el cuadro un poco estático y estereotipado de una generación antes que preguntarse por la importancia de la música en la vida real de los personajes.