Días de ira

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Días de ira es una película “para el debate”, una de esas en las que se trata de generar polémica alrededor de un tema echando mano a maniqueísmos, simplificaciones y sensacionalismo y que, de conseguir su objetivo, hacen que la gente salga de la sala hablando del tema en cuestión y no de la película. Dada su absoluta intrascendencia y pobreza cinematográfica, podría pensarse que el estreno de Días de ira solamente se entiende a partir de los tópicos que aborda, que son moneda corriente en la agenda de los medios de comunicación de nuestro país: la inseguridad, la justicia por mano propia, la supuesta ineficacia de las leyes a la hora de castigar el delito, y la corrupción del sistema que va desde los abogados hasta los mismos jueces. Dos criminales entran en la casa de Clyde Shelton y asesinan a su esposa e hija. Nick Rice es el abogado encargado del caso de Clyde que decide a espaldas de su cliente hacer un acuerdo con los acusados: uno de los delincuentes, Darby, artífice máximo de los crímenes, atestigua en contra de su compañero a cambio de una condena de pocos años. Clyde se indigna porque Darby es el verdadero responsable de la muerte de su familia, mientras que el otro (al que le toca la pena de muerte) tuvo una participación mucho más reducida; Nick le dice que un poco de justicia es mejor que nada y que de no hacer el trato seguramente los dos queden libres, pero la realidad es que Nick solamente está cuidando su récord de casos ganados: para él, la tragedia de Clyde es otra victoria en su impecable currículum. Así, desde el principio, primero con el sadismo de Darby y después con el engaño de Rice, la película nos coloca rápidamente del lado de Clyde, y va a seguir haciéndolo durante el resto del relato. El director F. Gary Gray no duda en filmar los peores y más gruesos diálogos que jamás se hayan escuchado en una película de juicio, de esos en los que los personajes prácticamente se regodean en su depravación y se enorgullecen de su inmoralidad, y produce la polarización ética tan común en este tipo de películas: de un lado están los malos, los corruptos, y del otro los justos, los intachables (Clyde, en este caso).

Así, como equilibrando la podredumbre que se muestra del lado de la justicia, Clyde aparece revestido de una superioridad moral que por momentos raya en lo divino: Clyde le habla a Nick de lo que le falta aprender y amenaza con tirar el sistema abajo si no escuchan sus demandas, que según el mismo Clyde nada tienen de venganza sino que vienen a ser una especie de lección, una enseñanza. El personaje de Butler (actuación feísima del otrora brillante Leónidas) tiene a su alcance un poder militar impresionante y es capaz de castigar a cualquier personaje a distancia de manera misteriosa y sin dejar pruebas. A su vez, varias de las muertes que lleva a cabo son amparadas por la película, como la de la jueza, que después de una seguidilla de frases impresentables, es asesinada inesperadamente por su teléfono: en este caso, además de la función de castigo, la muerte opera como gag. Días de ira, en medio de su gravedad e ínfulas de película seria, no solo no se indigna frente a esta muerte sino que además se burla y la festeja. Pero es en este momento, que amenaza con convertirse el más abyecto de la película, que Gray ya anuncia los signos de un cambio notable, el paso de un tono grave a uno más libre y por momentos hasta humorístico y absurdo. La supremacía táctica de Clyde se muestra cada vez más avanzada e inverosímil, y las escenas finales, sobre todo en las que se devela su secreto, ya bordean el ridículo y la pavada, pero es justamente en ese límite que la película logra sacudirse la seriedad impostada del principio y deviene puro relato, cuando se abandona la búsqueda del debate simplón para nada más contar una historia. También ayuda la lenta pero segura caída moral de Clyde: al no ser ya el faro ético del principio, la película pierde el contraste que en gran parte invitaba a la polémica. Lástima que esa liviandad no dure hasta el final: Nick pareciera que aprende su lección (el plano final junto a su esposa en el recital de su hija es enervante), y Clyde tiene un final horrorosamente poético que recuerda al de Creasy en Hombre en llamas, otra película corta de ideas que por momentos escapaba a la condena absoluta gracias a sus excesos.