Detroit: zona de conflicto

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La estatura de un director también se puede medir por la manera en que lidia con sus películas fallidas. Detroit: Zona de conflicto es una película fallida de una gran directora. En Detroit Bigelow parece haber olvidado todo lo que distingue su filmografía (el último tramo, en especial) del grueso de la producción de Hollywood: sus películas exhiben una inteligencia fílmica infrecuente, una rara habilidad para capturar el nervio de las escenas y para narrarlas con imágenes. Las películas de Bigelow, sobre todo Vivir al límite y La noche más oscura, poseen una complejidad desconocida para el cine político estadounidense que se percibe enseguida en la forma con que la directora puede retratar el clima de un lugar, los estados del cuerpo, la lógica de espacios como una base americana enclavada en Irak. Si hubiera que ubicar a Bigelow en una red de cineastas afines, habría que pensar en Paul Greengrass y Peter Berg, directores preocupados por el realismo que anteponen la observación del mundo a cualquier explicación que reduzca los hechos a consignas precocidas.

El comienzo de Detroit es extraordinario. Bigelow recrea los disturbios de 1967 a partir de un mosaico de personajes y de hechos como si tratara de trasladar la confusión y el caos del momento a la experiencia de ver la película: no hay relato (todavía), solo un montón de escenas desorganizadas que transmiten la violencia y la tensión de esos días. Ese comienzo evita los lugares comunes de la mayoría de películas que cuentan acontecimientos similares. No se alcanza a divisar héroes y villanos ni la caricatura de un pueblo rebelándose contra un poder autoritario, sino algo bastante más atractivo y complicado: una ciudad anómica donde todos operan en los márgenes de la ley, desde saqueadores que destruyen los comercios de sus vecinos hasta policías que recorren las calles conteniendo salvajemente los delitos. La comisaría, esperanza última de orden, es un infierno de pasillos atestados de gente y gritos por los que se no puede caminar.

Pero la libertad que Bigelow deja ver en ese comienzo se acaba cuando las historias confluyen. Una serie de hechos azarosos reúne a los personajes en un hotel de la zona. Un grupo de policías, auxiliados por militares y un agente de seguridad privada, abusan de los inquilinos, la mayoría de ellos negros: los acusan sin pruebas de haber realizado disparos contra ellos desde una de las habitaciones. La tensión escala y la directora opta por el grotesco: policías muy crueles y tontos vejan sin parar a los sospechosos, cuando directamente no los asesinan y fabrican evidencias. No se sabe cómo ni por qué, pero Bigelow parece olvidar todo lo hecho en la primera parte y en sus películas anteriores: Detroit se transforma en un panfleto contra la brutalidad y el racismo de la policía. Finalizada la escena del hotel, se dedica tiempo a mostrar fotografías de los hechos, las repercusiones legales y la reacción de los familiares de las víctimas. Vale decir, entonces, que no se trata solamente del interés de la directora por una situación extrema como la del hotel (suele ser el caso de Greengrass y de Berg), sino que Bigelow tiene otras ambiciones como comentar el funcionamiento de todo un sistema político y judicial. Pero ese comentario suena forzado, grueso, como cuando se escucha a alguien discursear solemnemente sobre cuestiones ya conocidas por todos.

Lo que hizo de Vivir al límite y de La noche más oscuras dos películas singulares que iban contra el sentido común de su tiempo y de su lugar de origen (que no es solo Estados Unidos, sino también Hollywood), era que las dos tomaban contextos difíciles, sobrecargados de sentido, y descubrían allí un mundo material y afectivo que los noticieros, las crónicas u otras películas sobre Irak jamás habrían permitido ver, gestos fugaces y difíciles de filmar como las formas en las que se enrarece la espera de un especialista en explosivos o la angustia incontenible de una agente de inteligencia cuando cumple su misión y debe abandonar el lugar. Las dos películas anteriores de Bigelow resultan notables porque encuentran que esos personajes, espacios y situaciones cargan con un misterio que el periodismo y el cine, ocupados mayormente en dar explicaciones, en denunciar, no habían siquiera imaginado. En cambio, Detroit, exceptuando su gran comienzo, cree estar perfectamente segura de la naturaleza de los acontecimientos: no duda, no se pregunta, no busca, sino que explica, subraya, denuncia. Así y todo, incluso cuando la película se vuelve un panfleto exagerado, Bigelow demuestra un un pulso increíble para captar la tensión del momento. En medio del grotesco, la directora consigue que no nos deje de importar del todo la suerte de los personaje, y hasta puede construir uno o dos villanos memorables (el policía bestial con cara de niño que hace Will Poulter) y un héroe de aires trágicos al que la duda y el miedo no permiten actuar (John Boyega). Pero se trata de unos destellos que apenas disimulan el desastre general.