Desaparecido

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La maternidad abnegada

Ya sabemos de sobra que el séptimo arte es el terreno del ensueño, la magia, la ilusión y todas esas pavadas que componen lo que suele ser el corazón del eslogan del mainstream estadounidense del último siglo y monedas, una frase hecha que la mayoría del público y la crítica suele repetir cual loros, sin discernimiento de por medio. Ahora bien, como una forma de reforzar lo anterior y recalcar la estrategia narrativa hegemónica en Hollywood desde la década del 80 hasta nuestros días, una de las reglas no escritas pero invariantes del cine norteamericano es la del éxito de la perseverancia: los adalides de las gestas/ odiseas de aventuras, acción o fantasía por lo general salen muy airosos por más que tengan que atravesar un verdadero infierno a lo largo del relato (por supuesto que no siempre fue así, ya que durante los 60 y 70 el nihilismo y el realismo sucio dominaron de lleno la ecuación).

¿Qué mejor lugar para ejemplificar la obstinación de la industria con los finales felices que los thrillers adrenalínicos, en los que al trasfondo de la desesperación de los protagonistas suele sumarse una interminable ristra de acontecimientos que ponen a prueba la suspensión de la incredulidad y el gustito del espectador ocasional por las “emociones fuertes”? Desaparecido (Kidnap, 2017) es el último eslabón de esta cadena basada en personajes variopintos que deben concretar una proeza -cada día más pomposa, acorde con la sobreexcitación sensorial y aséptica/ castrada de todo peligro de la actualidad- que siempre se verá recompensada al final del arcoíris: el título ya aclara de qué va la cosa, basta agregar que el secuestrado es Frankie (Sage Correa), el hijo pequeño de Karla Dyson, una pobre camarera (interpretada por Halle Berry) que para colmo está en plena batalla con el padre por la custodia del niño.

Luego de un prólogo bien trash que incluye imágenes del crecimiento de Frankie, algo de maltrato hacia Karla en su trabajo y la visita del dúo protagónico a un parque público, por suerte rápidamente la trama se vuelca al secuestro del nene y una serie de persecuciones automovilísticas tras los captores. El opus fue dirigido por el apenas correcto Luis Prieto, el de la floja remake del 2012 de Pusher (1996), una de las joyas de Nicolas Winding Refn, no obstante el ritmo presuroso y las eficaces escenas de acción compensan el sustrato delirante de todo el planteo, otra de las tantas sobreactuaciones de Berry y lo bizarro que resulta esta combinación de distintos elementos de películas como Roadgames (1981), Máxima Velocidad (Speed, 1994) y Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), por nombrar sólo algunas de las obras centradas en el esquema de la manipulación en un contexto asfixiante.

Continúa sorprendiendo que todavía nadie haya aprovechado el potencial actoral de Berry, una mujer que a lo largo de su trayectoria se la pasó perdida en los moldes de “femme fatale”, “persona común”, “secundario de relleno” y ahora “madre abnegada”. Dicho de otro modo, si bien es innegable que estamos frente a un vehículo comercial preparado para ella, como lo fue anteriormente 911: Llamada Mortal (The Call, 2013), en esencia el film nunca llega a sacarla de los estereotipos que han poblado su carrera, no ofrece ni un ápice de novedad intra género y encima cae unos cuantos escalones por debajo de esa propuesta de cuatro años atrás en materia de entretenimiento hueco, por momentos logrando invocar el encanto de aquella clase B desatada de antaño. La buena labor en los rubros técnicos necesitaba de un diapasón dramático menos rudimentario y más coherente, lo que deriva en una epopeya demasiado melosa y facilista en el apartado anímico aunque placentera en lo referido al hostigamiento pistero, la angustia, los choques y las amenazas entrecruzadas…