Curvas de la vida

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Es por lo menos curioso que una película con tan pésimo oído como Curvas de la vida haga del sonido y la música pequeñas claves dramáticas (el ruido de la pelota al impactar contra el guante; la canción que cantan Gus y su hija Mickey). La banda sonora subraya permanentemente lo que le pasa a los personajes de manera grosera, y lo mismo hace el guión cuando insiste una y otra vez con temas como el diálogo postergado entre padre e hija. En este sentido, el malestar del personaje de Eastwood con la gente y el trabajo puede leerse de otra manera: como el desajuste de un tipo hosco, corto de palabras y nada dado al sentimentalismo que debe adecuarse a un relato que gusta del drama y que confía en la psicología para resolver conflictos. Y no menos problemas deben traerle a Gus (a él, con su eastwoodiana) las imágenes simbólicas de un caballo y una puerta abierta que revelan su significado recién en el final, cuando una vuelta de tuerca imposible llegua para unir a los personajes y zanjar las diferencias del pasado. Gus parece pelear tanto contra eso como contra la presión de sus jefes y el ritmo vertiginoso de un deporte que decide su futuro en una computadora antes que en el ojo de un cazatalentos (así, Curvas de la vida es una respuesta al optimismo tecnológico de El juego de la fortuna). Eastwood vuelve a trabajar en una película que no dirige después de casi veinte años, y se lo nota bastante cómodo: el papel de viejo amargado y decrépito pero todavía con algunos cartuchos por quemar le sale de taquito, tanto que muchas veces el tipo actúa para la platea, tiene líneas que son dichas para hacer reir al público (ver la escena del baño al comienzo).

Un paisaje laboral feroz es el fondo que amenaza todo el tiempo tanto a Gus como al resto de los personajes. Como si se tratara de un fresco desencantado y silencioso de la crisis estadounidense, Curvas… no ceja en señalar las injusticias y la brutalidad que rigen cualquier trabajo, desde un bufete de abogados, pasando por la dirigencia de un club de béisball hasta llegar una carrera de jugador profesional. En todas partes hay excesos, energúmenos preparados para pisar cabezas (como el que compone maravillosamente un cínico y desalmado Matthew Lilliard), jefes ruines y, como el trabajo escasea, para conservarlo hay que sobreexigir el cuerpo hasta romperlo (Johnny) o dedicarle días y noches solo para aspirar a conseguir un ascenso que nunca llega (Mickey). Al menos en este sentido, Curvas… viene a engrosar, junto con Robo en las alturas, Larry Crowne o Quiero matar a mi jefe, la lista de películas que dan cuenta de una crisis económica terrible que, como ocurre siempre, hace extensibles al resto de la vida sus peores estragos.

Llamativamente, cuando se dedica a pintar la desesperación propia del mundo laboral, el film de Robert Lorenz demuestra tensión, buen ojo, sabe mirar el detalle (el plano de las manos nerviosas, ágiles y voladoras de Mickey con que habrá de presentarse al personaje) y escuchar la palabra sin necesidad de subrayados (gran interpretación de Robert Patrick, la más clásica de todas -después de la del propio Clint, se entiende). Algo de eso también hay en las escenas de béisball, donde la película se apropia con éxito del nervio y el dinamismo del deporte, como ocurría en buena parte de Invictus o en la primera gran mitad de Million Dolar Baby (Lorenz fue productor de Eastwood en varias ocasiones, y se nota que algo aprendió de su cine). Como en aquella, cuando el deporte y el hambre de trinfo salen de escena y lo que queda es el drama más descarnado, Curvas… cede ante la sensiblería y la catarsis de un cine ajeno a la narrativa tradicional más pura a la que la película parecía adscribir; Lorenz ahora opta por darle espacio al reproche, el llanto o el recuerdo triste (el muy feo título de estreno local privilegia esta parte del conjunto en vez de referir a la técnica y la precisión del béisball, como hace el original). De todas formas, se agradece la generosidad de una fotografía colorida y luminosa en vez de la oscuridad y la falta de matices cromáticos que podría haber pedido una película trágica del montón; algo de la vitalidad de la película se juega también en el brillo cegador del sol y en el verde límpido de las canchas. Los actores sobrellevan los momentos dramáticos lo mejor que pueden; Eastwood, más que ninguno, con su hosquedad y reticencia al diálogo dicta algo muy parecido a una clase de interpretación clásica. Amy Adams, que está más linda que nunca, también es capaz heredar la mordacidad y la fuerza la Gus y de hacerlas creíbles: la relación de los dos, cuando no se pasan factura por hechos del pasado, es de lo mejor de la película. Justin Timberlake se lleva bien con la comedia y mal con la seriedad del drama, pero su deportista arruinado tempranamente por una lesión tiene carnadura y hasta un resto de héroe eastwoodiano, en el sentido de hacerle frente a la adversidad más tremenda sin lamentarse, sin entregarse a la queja fácil.