Cuando la miro

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

El guiño explícito del título que precede al siguiente análisis no es más una analogía con la recordada película de Santiago Carlos Oves. Nuestra industria nacional ha abordado, a través de diversas ópticas, la relación entre una madre y su hijo. En este sentido, “Cuando la Miro” no se parece a nada que hayamos visto y su originalidad es una gran virtud, para comenzar. El film nos cuenta una historia sumamente autorreferencial. Es una obra intimista que indaga en aquello no dicho en una relación. Siempre resulta un deleite observar actuar a Julio Chávez, quien aquí se estrena como director, buceando en el propio vínculo con su madre y retomando una antigua idea que plasma en guion junto a la colaboración de su habitual partenaire Camila Mansilla. En la película, un hijo registra una serie de conversaciones junto a su madre (Marilú Marini), a quien intenta contemplar, considerar y descifrar. ¿Ella lo mira con ojos de madre, acaso? ¿Cuándo se deja de buscar la mirada de esa madre?

Él se llama Javier (es Julio Chávez, en otra exhibición de talento de las que acostumbra), un artista plástico que tiene la necesidad de filmar a su progenitora…quién sabe los motivos que lo lleva a pactar estos encuentros hogareños. Ambos se desnudarán ante la cámara y se contarán absolutamente todo, aunque haya anécdotas ya sabidas y otras que preferirán eludir, ante la incomodidad. Atraviesan la hora y media de metraje climas de indudable referencia bergmaninana. Primeros planos sumamente expresivos. Una puesta en escena minimalista, hecha de tiempos muertos y plagada de pequeños y sutiles rastros. Hay que estar atento y abierto a mirar. Con visión de artista plástico. Saber cotejar las texturas, la gama cromática. Un lienzo grandioso se despliega ante nuestros ojos, si observamos con con plena concentración. “Cuando la Miro” está repleta de exquisiteces, la atención sabe hacia dónde dirigirse. Los cuerpos hablan. Los inertes, en un cuadro, adquieren postura, identidad y peso propio. De espaldas, no miran a la cámara ni a nuestros ojos. Tampoco el personaje del encomiable Chávez, apenas comienza el film. Observa por la ventana. O la pequeña figura humana que moldea, pacientemente, con sus manos. Horas de silencio entregadas al oficio de crear. ¿Se está moldeando a sí mismo? El pequeño hombre de arcilla queda apoyado en la mesa, de espaldas, boca abajo. El cuerpo es un mapa expresivo de sentidos que se multiplican. No vemos sus ojos…

Las bondades del lenguaje cinematográfico operan favorablemente en manos de un intérprete que añade otro hito más a su prolífica carrera. Su ópera prima como director augura un futuro promisorio detrás de cámaras. La decisión de dejar registro sobre un vínculo nos está hablando acerca de la (im)posibilidad de comunicarse, y sembrándonos valiosos interrogantes al respecto de hasta qué punto relatar esta clase de experiencia, a través de un dispositivo como vehículo (no exento de inhibirnos), puede ser completamente satisfactoria. Entre retracciones y exabruptos, el juego de miradas intentará desentrañar el misterio. Nada queda fuera del cuadro. Madre e hijo intercambian pareceres acerca de tabúes (“yo me masturbaba”, dice ella), manías (“me gusta comer así…”, subraya luego), posturas conservadoras («a vos nos te gustan las mujeres», pronuncia) y mitos (“tu hermana hace siete años que no duerme”, insiste). Javier no se escandaliza por nada, es hora de hablar. Un poco de teatro, otro tanto de documental. Plano y contraplano, hurgando en las raíces familiares. La herencia, pesada. El paso del tiempo, las marcas en la piel. Aventuras extramatrimoniales, inclinaciones sexuales, deseos frustrados, miedos heredados, cariño dado a medias, pulsiones no reprimidas. ¿Qué es la felicidad? ¿Qué fue verdad y qué mentira piadosa?

Construcción de sentires y saber escuchar; la película adquiere profundidad, contundencia y sensibilidad, en cada minuto de su metraje. La mirada, quirúrgica, es la gran protagonista y existen detalles que siempre quedan fuera del campo de visión. Pero no importa, los demás sentidos están también muy presentes. Debemos aprender a escuchar, a hablar, a tocar, a oler. Con sutileza y sensibilidad, el destacadísimo actor hace un auténtico homenaje a lo no dicho, haciendo del silencio su gran aliado. Escudriña la mente de pintor y no falla: su detallado inventario del mundo que lo rodea lo lleva a estar sumamente atento y permeable a cada indicio. En la quietud de su hogar, libros, pinturas y películas son su gran compañía. No cualquier película: un clásico mudo de Germaine Dulac. El silencio reina, nada es casualidad. También, hay algo cíclico de la naturaleza que lo conmueve. Sin estaciones no hay vida y el acercamiento entre madre e hijo es evolucionar. El viento sopla y agita las copas de los árboles. Un próximo dibujo nace y no hay necesidad de mostrarlo. Sino el impulso de hacerlo, para volver a él, años después y recordar esa tarde. ¿Hasta dónde somos dueños del tiempo por delante?

La lente siempre sabrá como capturar la belleza de esta gloriosa gesta interpretativa por parte de Chávez y Marini. Dos escenas alcanzan para comprender las coordenadas que habita el alma de este hombre mientras concreta un acercamiento único en su vida; junto a su analista (el siempre impecable Claudio Da Passano) y junto a la galerista que expone su obra plástica (qué grato es volver a ver a Silvia Kutika). En la piel de Javier palpamos la serenidad de alguien que se detiene a evaluar, con la experiencia que dan los años, el meridiano que atraviesa sus días. No tiene en sus manos todas las respuestas, sin embargo, sigue buscando. En ese contemplar no hay satisfacción, hay una inquietud constante que lo moviliza. Introspectivo; es tiempo de cumplir la misión y saldar deudas emocionales. No exhibirá sus cuadros, al menos por el momento. Es tiempo de resguardarse. Allí radica la comprensión, y el acto de perdonar todo cuanto pasado.

Algo en el aire está cambiando…luego de sanar el propio vínculo con su madre, el acto refleja la reacción contraria, espejando en el afuera, tal vez viéndose a sí mismo. Una madre y su hijo son contemplados desde la ventanilla del auto. Javier mira y cada gesto imperceptible de Chávez añade riqueza a su rol. Sutil y magistral, el protagonista de “Un Oso Rojo”, “El Extraño”, “El Custodio” y “Pampero”, sabe muy bien que mirar es relacionar, interpretar e interrogar. El auto arranca, segundos después, un desenlace inesperado nos arrebata la emoción. En “Cuando la Miro”, el reencuentro de dos seres queridos, unidos por el amor y la sangre e interpelándose mutuamente, establece un exquisito contraste actoral. Es un necesario y abrumador examen de conciencia sobre la condición humana. Ahora bien, querido lector, si usted es lo suficientemente afortunado de tener a su madre, luego de ver la película (o leer esta reseña), vaya y abrácela. Mírela. Hable con ella.