Crónicas de un affair

Crítica de Gustavo Castagna - A Sala Llena

EL AMOR DURANTE EL TIEMPO DE LAS PALABRAS

En la hora cuarenta del décimo segundo largometraje de Emmanuel Mouret los personajes (en especial, la pareja central) no paran de hablar, de relacionase a través de las palabras, de interiorizarse en las idas y vueltas de una historia de amor acotada en el tiempo, pautada a través de carteles con fechas y días y sometida a la felicidad inicial, al disfrute posterior y al final abierto en cuanto a una segunda oportunidad. La palabra impera en el desarrollo narrativo de Crónicas de un affair y no está mal que así sea pero, al mismo tiempo, ese esqueleto argumental que describe la relación (¿infiel?) de Charlotte y Simon (ella más liberal, él introvertido y algo insoportable; ella madre soltera, él casado y con hijos) queda supeditada al guion, al texto declamatorio, importante o banal (o las dos cosas al mismo tiempo), a la elección de una puesta en escena en donde la imagen en sí misma y los silencios poco importan.

El fantasma de Eric Rohmer sobrevuela en los tonos y climas de Crónicas de un affair, con especial énfasis en esas parejas de los 60 y 70 que hablaban sobre y desde el amor citando a Pascal mientras comían una ensalada dentro de un paisaje bucólico. Acá no hay mañanas campestres para disertar sobre filosofía y menos preguntarse por ese rayo verde sino el recorrido de una relación afectiva con sus momentos de intimidad pero, eso sí, construido a través de la palabra. Interesa el cigarrillo posterior (bueno, perdón, ya casi no se fuma…) más que el placer en la intimidad y los encuentros “teóricos” de Charlotte y Simon más que la exhibición de la piel y de un par de cuerpos. En la película de Mouret se manifiesta abiertamente el hecho de planificar un posterior encuentro casual o no de la pareja en el futuro que la exhibición de dos cuerpos felices entre cuatro paredes.

Hace unos años se estrenó otro film francés (de 1999), Una relación privada (Une liason pornographique) de Frédéric Fonteyne, que de porno no tenía nada, pero sí una potencia afectiva que anclaba en la intimidad de la pareja (Nathalie Baye y Sergi López) y no en los aspectos teóricos de esa relación, un poco en la vereda opuesta de aquello que propone Mouret a través de la flacucha Sandrine Kiberlain y del verborrágico que tartamudea cada dos por tres interpretado por Vincent Macaigne.

Cabría plantearse, por lo tanto, si el cine de Mouret (con su película anterior, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos ocurría algo similar) tiene vida propia o siempre necesitará verse reflejado en el espejo rohmeriano de décadas atrás.

Y también, vale preguntarse, si este prolífico director francés de la última década (también actor) descansa en una cómoda zona narrativa donde ese cine anterior al que refiere de manera transparente lo inclina a someterse a la mera copia, a la cercanía del plagio, a la imposibilidad de construir un universo propio y personal.