Conan el Bárbaro

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Más cerca del rock star que del superhéroe

Publicado en los años ’30 en la revista de relatos pulp Weird Tales, Conan el bárbaro fue en sus orígenes una fantasía desmelenada, típica de una época pródiga en folletines y seriales. A comienzos de los ’80, cuando el imaginario reaganiano fabulaba restaurar un poder perdido, el realizador y guionista John Milius (asumido como “fascista zen”) reinterpretó al héroe de Robert E. Howard como übermensch nietzcheano en esteroides. Tres décadas más tarde, el nuevo Conan –más próximo a una rock star que a un superhombre– no parece en condiciones de restaurar una fe malherida. Visto el despliegue sangriento-anabólico que el alemán Marcus Nispel dispuso para esta nueva versión, su función, bastante más modesta, tal vez consista en devolver a la generación tecno a un mundo en que el músculo no se usaba sólo para apretar el mouse.

“Una dulzura, el nene”, comenta la señora del asiento de atrás, cuando un Conan de unos once años le entrega a su padre, líder del clan, las cabezas de cuatro especie de orcos que intentaron hacerse los vivos con él en el bosque. Ubicada en un tiempo y espacio míticos (en Cimeria, durante la era Hiboria), la de Conan es la historia de un héroe nórdico (el hawaiano Jason Momoa) que para vengar la muerte de su padre (el gran Ron Perlman, casi irreconocible bajo un matorral de pelos) deberá enfrentar, ya de mayor, a otras tribus bárbaras. Sobre todo a Khalar Zym (el especialista en villanos Stephen Lang), despiadado reyezuelo y responsable de esa muerte. Acompañado de su hija hechicera (Rose McGowan, semipelada), Khalar Zym anda a su vez en busca del poder absoluto, que cierta corona legendaria le otorgaría. Cuando ambos vuelvan a enfrentarse, las espadas se partirán y los cielos se abrirán. Mientras tanto, el bárbaro se consuela con Tamara (Rachel Nichols), sacerdotisa virgen y de ojos celestes, cuya sangre pura podría devolver la vida a la esposa muerta de Khalar Zym.

Más gritada que Esperando la carroza, esta nueva Conan (que se presenta en copias 2 D y 3 D, dobladas y subtituladas) carga el signo de un doble legado. Por un lado, la de esa apoteosis del “cine de hinchadas” que fue 300. Por otro, la de lo que da en llamarse “cine de pornotortura”, en referencia a películas como El juego del miedo, Hostel & cía. De 300 viene el culto del rugido, el decibel y la fuerza bruta, que convierte gran parte de la película en algo parecido a una final entre los All Blacks y Los Pumas, con mazas y hachas en lugar de óvalo. De la pornotortura hereda las brutalidades en plano detalle. No ya la mera espada clavándose en el vientre o los degüellos al paso, sino la cesárea de apuro que el padre de Conan practica a su mujer desfalleciente, la olla de hierro fundido que cae sobre uno, el hachazo que deja la nariz de otro peor que la de Michael Jackson... ¡y el hundimiento de un dedo, años más tarde, dentro de ese mismo hueco! Esto último tal vez sea el único rasgo de humor de una película que carece por completo de ese sentido. Tanto como el de la aventura, la maravilla o el disparate, componentes esenciales de un cuento que, allá en tiempos inmemoriales, empezó siendo pulp.