Conan el Bárbaro

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El barbarismo es una cuestión de moral.

A pesar de ser por lejos la más fiel de todas las películas sobre el personaje creado por Robert Howard, a la última Conan: El bárbaro le fue bastante mal en todos lados, y con motivos. Pero hay algo de la remake/precuela dirigida por Marcus Nispel muy rescatable, y es el hecho de haber entendido al personaje mejor que todas las adaptaciones anteriores. Conan: El bárbaro, Conan: El destructor y El guerrero rojo (esta última en realidad toma a Red Sonya –un personaje que pasó muy brevemente por las páginas de Howard pero que fue desarrolado por Marvel– y cuenta entre sus filas al príncipe Kalidor, un cuasi-clon de Conan), las tres de la década del 80, a pesar de ser buenas películas de aventura y fantasía, tropiezan con la misma piedra: en manos de los directores John Milius y Richard Fleischer, Conan es un guerrero violento pero noble y con una moral firme y bien definida, que lo lleva a arriesgar la vida por otros. Se sabe que la fidelidad no es patrón para juzgar una adaptación, pero es que esas tres películas perdían de vista el costado más interesante del personaje: su casi total amoralidad y búsqueda personal insaciable de gloria y riqueza. Esa dimensión es la que recuperan Marcus Niespel y su protagonista Jason Momoa, porque este Conan versión nuevo milenio es una máquina de supervivencia y venganza que no conoce más que la satisfacción de los propios apetitos. Nada de altruísmo ni deseos de ayudar a otros, nada de galanterías toscas con las mujeres: el Conan de Niespel es un asesino que no sabe de cuidados femeninos y que, en el caso de cruzarse con una mujer, lo más probable es que se la lleve para el lecho al hombro o que la utilice descaradamente para conseguir un objetivo personal.

En Conan: El bárbaro no hay mucho más que el tratamiento original del personaje y las escenas de combate con Momoa filmadas de manera pésima que, sin embargo, dejan degustar una buena variedad de coreografías con sabor a nuevo. Los movimientos y técnicas que despliega Momoa pintan a un Conan terriblemente salvaje y arrogante capaz de servirse de cualquier recurso con tal de ganar una pelea. Cuando el montaje torpísimo de la película lo permite, se pueden entrever imágenes de combate cuerpo a cuerpo fugaces pero intensas. Algo llamativo de las escenas de espadeo es que, de a ratos, se le suele dar lugar a un gore bastante atípico para una película fantástica. Desde el principio, cuando se narra que Conan nace en un campo de batalla (literalmente), la película muestra cuál será su camino posterior: la madre del protagonista (embarazada y con mucha panza) es herida de gravedad y pide ver a su hijo antes de morir; su marido realiza algo así como una cesárea sin anestesia y le muestra a un Conan bebé arrancado de su útero. La escena, de una violencia tremenda, es seguramente el parto cinematográfico más sangriento y revulsivo de los últimos tiempos.

El otro punto fuerte de la película es la resistencia ante las imposiciones de género de la época. En un tiempo en que la corrección política dicta que, so pena de ser tildado de misógino, las mujeres tienen que aparecer en la pantalla sí o sí como fuertes, decididas, independientes y, muchas veces, superiores a los hombres (véanlo al Aragorn de Peter Jackson, un caballero que se pone casi al servicio de un personaje femenino de una manera que haría avergonzar a Tolkien –cuya obra es señalada desde hace décadas, claro, como misógina), este nuevo Conan es un maleducado y bruto que no mide sus modales ni ante la presencia de una sacerdotisa heredera de un linaje legendario (y mucho menos de una hechicera malvada, a la que sin dudar habrá de cortarle medio brazo de un espadazo). Hay algo fresco en esa irreverencia que nos hace tomar distancia del personaje pero sin dejar de reconocerle algo de coraje por no doblegarse ante los mandatos genéricos del presente. Además, si al guerrero interpretado en los 80 por Arnold Schwarzenegger le reprochaban su individualismo y sed de conquista por tratarse supuestamente de una apología del neoliberalismo reaganiano, este nuevo Conan es todavía más reacio a relacionarse con las personas y por eso lleva a cabo su búsqueda de manera solitaria, pidiendo ayuda a otros solo cuando es estrictamente necesario y separándose de ellos apenas superado un obstáculo. Esa frescura, por otra parte, está asfixiada en otras zonas del personaje, por ejemplo, en el hecho de que su mejor amigo sea un guerrero negro gordito que viene a cumplir el rol típico de comic relief; si hay un personaje negro tiene que ser bondadoso y cómico, podría rezar una de las máximas del cine norteamericano de cualquier época.

Seguro que esta nueva entrega de Conan es bastante peor que las anteriores de Milius y Fleischer, películas de fantasía épica de pura cepa que, más allá de los enormes problemas que demostraban, confiaban en Hiperboria (el mundo primitivo creado por Robert Howard) lo suficiente como para que sus películas lo recorran y vuelvan el escenario de sus aventuras. Nispel, en cambio, se olvida de la aventura y apuesta todo a una película de acción y venganza que tiene muchas de las fallas del cine estadounidense actual (personajes unidimensionales, montaje veloz que pretende tapar las costuras de una terminación desprolija, alegorías simplonas que refieren de manera confusa al imperialismo y la resistencia de naciones periféricas, etc.) pero que es capaz de leer mejor que nadie al personaje de Howard: pirata, ladrón, traicionero, irrespetuoso, sádico, el Conan de Nispel es infinitamente más fiel en su astucia e inmoralidad sin límites que el que intentaron retratar otros directores.