Como bola sin manija

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

El perfecto antihéroe

Antes que nada, conozco a Miguel Frías desde hace mucho tiempo (fuimos compañeros durante un par de años en Clarín a principios de los '90: él sigue trabajando allí) y, si bien no puedo decir que seamos amigos, mantenemos desde siempre una relación más que cordial. A ambos nos gusta el cine y el fútbol (él, sufrido hincha de Racing; yo, de Banfield, hemos compartido alguna ida a la cancha juntos) y me pone feliz que haya podido concretar y ahora estrenar este más que digno documental.

Como bola sin manija es, en más de un sentido, muy "Miguel Frías". Si bien en los créditos figura compartiendo la dirección con Pablo Osores y Roberto Testa, dos de los realizadores de Flores de septiembre, el personaje y el tono elegidos tienen que ver con cierta mística porteña, cierta visión del mundo (medio tanguera, bastante melancólica) que profesa Miguel.

El antihéroe de Como bola sin manija es Rubén, un hombre de 77 años (al momento del rodaje de la película), que desde hace casi tres décadas no sale de su casa en Bernal (en realidad, son un par de habitaciones construidas detrás del hogar de su sobrino). Precisamente, los tres sobrinos (dos mujeres y un varón) son los únicos que pueden ingresar en su guarida y sus únicos contactos con el mundo exterior, además de alguna vecina que le juega a la quiniela o le hace las compras.

Este hombre ermitaño, solterón, timbero, machista, futbolero (racinguista, claro), ex Don Juán y hasta con dotes de poeta es una suerte de cascarrabias lleno de prejuicios y traumas que se niega prácticamente a todo lo que le proponen, incluso a reencontrarse con su viejo (y único) amigo Manija. "Por ahora, no", parece ser su frase de cabecera.

Los tres directores utilizan una tirada de cartas de tarot que le hace a Rubén su sobrina Ana (una psicóloga mística) y algunas confesiones ocasionales (incluso dejando la cámara prendida cuando el protagonista cree que está apagada, como cuando lo visita un joven médico) para ir pintando al escurridizo, tragicómico personaje con el que inevitablemente terminaremos por empatizar a pesar de (o gracias a) sus caprichos, sus rabietas y sus locuras. Un film simpático (menor si se quiere) y profundamente entrañable.