Chloe

Crítica de Ezequiel Obregon - EscribiendoCine

Ese rubio objeto del deseo

Remake del film francés Nathalie X (2003), la nueva película del realizador Atom Egoyan presenta la paradoja de encorsetar una historia pasional en un relato calculado milimétricamente. Pese a ello, se lucen Julianne Moore y Amanda Seyfried.

Primer film consumadamente hollywoodense de Egoyam (Exótica, El viaje de Felicia), Chloe fue una buena opción en términos especulativos. La historia tiene su antecedente exitoso y francés (lo que garantiza que gran parte del público estadounidense no la vio). Tiene, además, un guión un tanto maniqueo pero que permite ver la mano del realizador. Y –como plus- cuenta con dos actores consagrados (a la mencionada Moore hay que agregar a Liam Neeson) y una nueva Lolita (la también nombrada Seyfried). ¿El resultado es bueno? La película tiene sus altas y sus bajas.

Ginecóloga exitosa, Catherine Stewart reduce al orgasmo a una simple “contracción muscular”. Así le va… Su matrimonio “anda” pero falta el factor pasional, perdido luego del nacimiento del hijo: un adolescente que tiene novia y -ante los ojos desorbitados de la madre- la invita a quedarse a dormir. El marido, profesor de música carismático, no deja de contemplar cuanta bella mujer se le cruce. En relación a su debilidad ocular, Catherine parece ceder. Pero las cosas se complican cuando el temor ante la infidelidad se hace más evidente. La doctora, entonces, contrata a una bella prostituta para seducir a su marido y saber de este modo hasta dónde está dispuesto a llegar. Como es de esperarse, las cosas se le van de las manos.

La película acierta en la construcción del drama interior de Catherine. Frente a la duda, promueve un plan que jamás imagino concretar. En medio del desconcierto, el juego la pone en el centro y desde allí surgen nuevas motivaciones. Chloe, objeto de deseo, aparece como una reduplicación de su deseo sexual envestido de pura provocación e invitación al acto. Amanda Seyfried sostiene esta ambigüedad. Se trata, en principio, de una buena elección de casting (mitad bomba sexi, mitad niña confundida) a la que se suma una acertada construcción actoral. La inverosimilitud llega cuando deja de tratarse de un triángulo amoroso y la trama asume un giro familiar que deriva en un conservadurismo que hace pensar que Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987) se quedó corta.

A tono con el punto de giro antes mencionado, el realizador estiliza cada escena, aproximándose a un manierismo for export. Lo sutil deviene obvio, y esa elección resiente el resultado final. Como si se tratara de un melodrama de los ’50 (con Douglas Sirk como referente absoluto), los vidrios y los espejos operan como una metáfora del deseo invisible hecho visible para el espectador. Lo que Egoyam propone como una elección estética pertinente termina jugándole en contra. El paroxismo –dramático y estético, elementos aquí disociados- resulta conservador y previsible, en donde queda claro que la pasión manda. Y a veces no se sabe qué hacer con ella.